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BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO  / OPINIÓN

Vuelta al covid-19

7/11/2020 - 

MURCIA. "Ir y venir. Seguir y guiar. Dar y tener. Entrar y salir de fase. Amar la trama más que el desenlace…" Jorge Drexler calma mis fibras de camino al hospital y me pregunto cuánto me queda para sentirme como un músico en la cubierta del Titanic, tarareando estribillos pegadizos, ragtimes y valses sofronizantes. Conduzco cada mañana en un mundo paralelo que creo dentro de mí como ya hice en el mes de marzo, después de una intoxicación informativa que pasó la línea roja. Desde que comenzó la nueva escalada no he podido despegar la oreja del noticiero, pero ya no cabe nadie más. Quiero oír voces. No vocingleros: artistas, pensadores, gente que reposa las ideas y los versos. Viajan conmigo Yuval Noah Harari, Jorge Drexler, la voz sedosa de Norah Jones, los podcast de Victor Frankl con su Hombre en busca de sentido. Cambio los aerosoles por los soles: hay tantas mañanas como uno quiera atrapar en el parabrisas. La escala de brillo en el horizonte se revela de nuevo minuciosa en el dial, sutil al milímetro. Un eje que se escurre a esa convención que llamamos las ocho y me regala atmósferas siempre nuevas. Debo poner mi espíritu al resguardo, sentirme persona dentro del film plástico del EPI que nos iguala.

El pasillo de Interna se ha poblado de pitufos blancos y resulta difícil llamarnos por el nombre. “En la lucha contra el coronavirus ─dice Iñaki Gabilondo en su sección diaria─ se nos ha olvidado el coronavirus”. Lo pienso mientras subo al despacho de internistas para mirar al bicho de frente. Durante una hora seré la ayudante escribana: la internista explora, yo apunto. Su memoria no abarca las constantes de tanto enfermo Covid mientras no puedan quitarse el EPI para tomar notas. Como aún no se han cerrado los quirófanos, todo el mundo dice estar muy liado y no dan a basto. Elijo un mandil plastificado, guante único, calzas y gorro acordeón y me agencio un boli Bic que mandaré al carajo en cuanto vuelva a mi planta. Durante el tiempo crítico en el que se cuece una merluza al microondas soy su memoria auxiliar y fisgoneo en la planta. La doctora ha repasado los nuevos ingresos en el ordenador y responde: ¿la curva? Sí, en ascenso. Pronto sigo el frú-frú de su buzo de polipropileno y constato que siento menos miedo que en abril. Todos vamos a cogerlo tarde o temprano. Resulta curioso, le digo, ya nadie se espanta de ver un buzo integral y toda la planta patas arriba. Se encoge de hombros, pero ya no le adivino la expresión bajo las gafas y la pantalla. Desaparece en la primera habitación y yo pienso en Jesús Zomeño y sus vibrantes relatos en De este pan y de esta guerra (Contrabando). Personajes tiznados que desatienden los escombros y marcan su propio calendario. Cigarrillos, rencillas, escatologías de trinchera. “Trankimazín con corazones, ¡lo que faltaba! ─protesta una enfermera con la pastilla en la mano─ Mira algunos cuánto tiempo tienen, y nosotros de culo…” Algún auxiliar de farmacia está empachado de Mr. Wonderful y empaqueta ansiolíticos con nubes y mariposas, pero arriba no alcanza el mensaje. La crudeza se abre paso entre vapores de guerra biológica. Hay un instinto que nos dirige la mala lengua, que hace ordinario lo extraordinario.

Un amortiguador fantástico es la negación. La alfombra voladora, me explayo por el pasillo, negar es el delirio que nos salva o nos derrota. Una mujer tiene a su hermano en la UCI y no pregunta por él. Un hombre recién ingresado sigue tutoriales de photoshop y nos recibe con sarcasmo. Le han hecho la analítica, sí, “aquí nada más hacen que entrar y pincharme”; un dolor de espalda lo ha traído a la planta y no se explica tanto celo. Otra mujer insiste en el justificante de ingreso para el trabajo y otra en su médico de cabecera, que no para de llamarla. Hay una cacharrería enorme a la que acudir cuando no se quiere pensar. La imaginación humana es fecunda. “Respire hondo por la boca ─escucha otra antes de echarse a toser─. Otra vez. ¿Le entra tos cuando respira?”, “Nooo…”. La tos ha cesado, la voz vacila. “O sea que tranquilita no tose… ¿comer?”, “bien”, “¿todo bien?”, “yo creo que sí…” Mientras no se le pongan palabras, las complicaciones de la Covid no tienen lugar. La UCI puede ser aún una orilla lejana, aquello que les sucede a los otros. Igual que una declaración de amor o de guerra cambian la cualidad de lo dicho, los síntomas pierden fuelle si permanecen sellados bien abajo. Y yo, me pregunto al octavo paciente, ¿qué he venido a hacer aquí dentro? Supongo que no me mueve sólo la obligación moral. Admito que podría ser de esos curiosos que fotografían temporales hasta que una ola los engulle, o que se asoman al borde de un volcán rugiente porque quieren contarlo. Soy tan vanidosa como cualquiera: yo también deseaba contarlo.

Preferiría negar. Ser la reina de la negación. Escaleras abajo, en cuanto dejo la planta, aún exudo el vapor de mi cuerpo recién cocido y ya estoy pensando en La Pringada, una osada influencer que se dedica a negar la gravedad de la pandemia en las redes. El gobierno no la quiere calladita como ella denuncia, pero debería. Al menos le ilustraría pasar una hora por la planta, escribiendo saturaciones en una hoja, escuchando dramas, amainando ciclones. “Mi teoría seguramente sea cierta porque soy lista”, glosa en uno de sus vídeos que titula Coronavirus, todo el mundo es idiota. Su tanatos la pone en línea con un movimiento de exterminio humano al que dice estar adscrita. A pesar de su corta edad, La Pringada puede morirse realizada porque ha viajado a EEUU gracias a sus videos. Empieza uno quitándose el complejo de gorda y sigue más allá hasta la jactancia letal. La ignorancia no se exhibe, se trabaja. Se vence. Y el negacionismo simplemente mata.

La Pringada gusta a muchos adolescentes. Ellos ven contestación en lo que es una simple propuesta inducida. Buscan frescura en lo que se hizo rancio antes de nacer porque no es ni suyo. Un discurso injerto. El populismo mueve este tipo de teleñecos y encuentra fácil exaltarlos. Elige “pringados”, gente de la última fila. Y los eleva a la ilusión de llegar donde su lugar de nacimiento los veta. Con una desigualdad creciente, la cantera crece y se hace inagotable. Gente a la que le viene bien desdeñar la educación porque nunca iban a disfrutarla. Gente que ni soñó con armar una frase ante el auditorio y de pronto tiene un foco cegador sobre su cabeza. Trump acaba de arengar a sus seguidores contra los médicos en su campaña. “Sólo quieren enriquecerse”, declaraba. Y la white trash le aplaude porque por fin alguien les hace acariciar el sueño de que son iguales al Presidente. O superiores a alguien: al negro, al filocomunista, al que no va a misa, al vecino de al lado. Nancy Isenberg, en su libro White trash (Capitán Swing) lo explica de maravilla: la cuestión de raza ayuda a no hablar de la cuestión de clase. Y los desheredados de EEUU siguen a Hamelín mientras desdeñan unirse a los negros para desmentir el mito del “do it yourself”. La gran trola americana. Así pueden reírse del virus a pesar de carecer de seguro médico, despreciar al otro para no sentirse despreciados, impugnar el resultado electoral que su presidente alienta como falso y hasta pedir que se detenga el escrutinio.

La Pringada de nuestra planta se llama Nayara, es más dulce que la youtuber. Es la más joven de la planta Covid e ingresó por gorda. Vive en un barrio donde confinarse es difícil, aprender a pensar, a sentir, a comer bien: imposible. Un telediario para ella es una yincana perdida de antemano. Su obesidad la condena a ventilar despacio el oxígeno que se lleva el virus. Una auxiliar nos ha acercado una bolsa que traen para ella de la calle con la exigencia de hacerla llegar “porque la familia amenaza ahí abajo si no se la damos”. El veto a las visitas familiares está crispando los ánimos, pero ha cortado el brote del hospital. “¿Está el Actimel? ─indaga Nayara mientras hace crujir la bolsa del súper─ Es que me han dicho que como tiene defensas…” La doctora sonríe enternecida. Ambas tienen la misma edad, pero les separan más de cien kilos y trece años de carrera. La una piropea a la otra, “¿cómo voy, reina?” La otra la infantiliza, “de deberes cuando te vayas: perder peso, que eres muy joven”. Ignora que la obesidad es una enfermedad social, educacional, algo más que una gula caprichosa. Es una marca de clase, una sociedad entera por cambiar. Una legión de gente por educar. “Vale, mi amor, adelgazaré, lo que tú digas”

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