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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Muy pronto en su vida fue demasiado tarde

Foto: EFE
21/06/2021 - 

MURCIA. Dejar atrás la pandemia es permitir que la realidad te aplaste y te exprima como un rodillo. Es volver a la maravilla del sufrimiento neurótico, el que produce sólo uno mismo y se alimenta de nimiedades. Ruido. Según Freud, sólo cuando la desdicha ordinaria irrumpe en la vida se silencia esta rumiación sin objeto. ¿Qué es una desdicha ordinaria? Una pandemia y sus secuelas, por ejemplo. Todo lo que la vida te reserva por estar vivo.

Medito sobre esto en la pescadería mientras sigo a dos abuelos desobedientes (primero uno, a los diez minutos otro) que se saltan el cordón que nos distancia del mostrador. Infortunio neurótico: me cabreo. Creen que los demás no nos hemos dado cuenta y el pescatero les llama la atención con delicadeza, a lo que responden displicentes “ya salgo”. Otra abuela, sin embargo, es respetuosa y se explaya conmigo en la cola sobre la forma en la que le hace el potón a su nieto, que es futbolista y sigue una dieta. Los diminutivos salen de su boca igual que lo hacen las láminas de ajo que corta muy fino en la tabla y juntará con el perejil: laminitas, filetitos, pielecita. Está vacunada y exultante. Forma parte del 80 % de los mayores de 65 que, según la OCU, dicen disfrutar de calidad de vida en este país. Puede volver a la neurosis de bajo grado: el precio de los pimientos, el calor de junio, la receta de orfidal que le va a vencer, la avería del aire acondicionado.

Al otro extremo de la pirámide, los jóvenes enfrentan todavía un cataclismo. Una desdicha ordinaria, quizá la primera que les visita en su vida. Ellos no rumian, están deprimidos. El abatimiento cunde en las filas del precariado. “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”, es el arranque de la célebre novela El Amante, de Margarite Duras. La escritora apelaba con esta línea a otra cosa, pero a esta generación le vale igualmente para expresar su drama. Plantados en un andén absurdo que no recibe ningún tren, se les ha quedado cara de pasmo. Si no es demasiado tarde es demasiado pronto, pero el caso es que su vida les va “con retraso”. Así lo resume una de las entrevistadas para El País en su sección del domingo, que recoge estos días su voz y su desengaño. La cultura del esfuerzo que les vendimos sus padres ya no garantiza el paraíso. Puede que trabajen en siete oficios distintos y en trece ciudades, ¿cómo tomarse la vocación tan en serio?

Pienso en ello mientras leo en mi móvil las cifras de su paro y espero mi turno junto a la abuela del futbolista. Me digo que ese cordón que nos impone distancia con el mostrador no es el único escombro que deja la pandemia. El más grave está en las cifras. Un campo minado: duplicamos la media europea en desempleo de menores de 24 (un 38%). Por eso el Gobierno aprueba cinco mil millones de euros para luchar contra el paro juvenil (38 % de los menores de 25 años). Díaz anuncia que se limitará la temporalidad. Más de uno se pregunta cómo van a lograrlo en un país que no ha cambiado su modelo productivo después de dos crisis y sigue apoyándose en el sector servicios.

Opositar, emigrar o vestir los hábitos. Según Europa Laica, la Iglesia católica recibe más de 11 mil millones anuales del Estado. Me pregunto si los jóvenes deberían descubrir la fe, como en la época medieval, y reeditar una forma de lograr protección y sustento seguro. El espíritu. Recordémosle a la generación más hedonista de la Historia, la de los viajes y la liberación sexual, que ésta es una salida laboral superdotada: 11 mil millones. Contrastan dolorosamente con los 400-500 millones anuales que recibe el CSIC, a pesar de que ya hemos entendido de qué va la ciencia, ¿o no lo hemos entendido? Los monjes de vida austera y desprendida en este siglo parecen más bien los científicos. Cultivan la fe.

Otra vocación que resiste el tiempo líquido al que asistimos es la del sanitario. Juan Simó, el médico de familia que más ediciones del B.O.E. ha triturado para el público profano, cuelga estos días una entrada con el grandilocuente Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia del Gobierno y se debate entre el llanto y la risa. Uno lee su entrada en Salud, dinero y atención primaria y podría deprimirse como un veinteañero. Reformas a gogo a cero euros, ironiza. 1069 millones de euros que vuelven a ser calderilla comparada con otras partidas del estado y, además, sólo representan un 1.42 % del gasto sanitario público español del 2019. El 74 % del total se destina a equipos de alta tecnología, la “salud de vanguardia” que anuncia Sánchez con gran pompa. Mientras tanto, la salud mental y la atención primaria se vuelven a quedar de hermanitas pobres. Ora et labora. “Si hay algo de vanguardia en el SNS ─ironiza Simó─ son sus profesionales” Y arremete contra el presidente por no haberse enterado.

Foto: POOL/MONCLOA

El argumento es falaz. Se aspira a mejorar los diagnósticos si cada ciudadano dispone de un PET-TAC en la cocina de su casa. Mientras tanto: se desdeña el valor del tiempo. La letalidad que ocasiona la falta de escucha, de calma para leer la historia clínica, para coordinarse con el especialista de al lado. La semana pasada acudí al funeral de una amiga cuyo médico de primaria no estudió con tranquilidad sus signos de alarma. “No basta con hablar de salud mental ─defiende el jefe de Psiquiatría del Vall d´Hebron estos días─, se necesitan manos, recursos”. Desde que todos somos por fin enfermos mentales, el estigma cede por fin. Deportistas de élite admiten sus tasas de estrés, actores célebres, triunfadores diversos que se deprimen, se colapsan, se retiran y se hacen de carne y hueso. Pero el psiquiatra pone el dedo en la llaga: “de poco sirve si cuando pides ayuda no hay consulta hasta septiembre”. Nos recuerda que las tentativas de suicido se han incrementado un 192 % entre adolescentes. Tabares pasa estos días por los medios denunciando lo mismo en nuestra Comunitat y hoy viene contento de su reunión con el Síndic de Greuges.

Me siento en un banco a esperarle, a Rafa, y pienso en la ruta tan larga que le queda a Tabarés con su rocín flaco, su adarga antigua y su galgo corredor. Me resulta fácil darme ánimo. Tomo una bocanada de asfalto lavado de lluvia, la tormenta recortada ha ahuyentado el calor. Nada me distrae de mi pensamiento parásito: mañana cita con el gestor, y ojo que no se me pase el dentista de la niña, ¿me queda jamón de york o está caducado?

El barrio está ruidoso y sucio como siempre, suenan las persianas de los negocios, la patrulla de la policía no es el único coche en la avenida. Si no fuera por las mascarillas, nadie diría que. Quizá lo más nuevo sea poder recrearse en la desdicha ordinaria, comprendo. Esa maravilla  que brota naturalmente en la cabeza y sólo está al alcance de cuatro privilegiados. Porque nací en los años 70: puntualmente, en mi vida, fue demasiado tarde.

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