Reconocida con el Premio Documenta 2020, esta colección de cuentos es divertida y profunda, desprejuiciada en su tratamiento de los finales, los irreversibles, los puntuales y los duraderos
MURCIA. Que las cosas acaban es una certeza que poco a poco, a medida que vamos comprendiendo mejor el tiempo —ahora que aún lo llamamos tiempo, así en general—, empieza a tener sentido y a no tenerlo: probablemente la finitud lineal de lo que conocemos sea más una cuestión de percepción que una verdad inmutable del cosmos. En cualquier caso, tampoco es que esto sea demasiado consuelo si para el animal humano los hechos van siempre en una dirección y hacia el mismo sitio: vivimos en la rampa delirante de la descomposición, aunque lo llevamos bastante bien, precisamente, por nuestra percepción tramposa del tiempo, y por la capacidad fabulosa del cerebro para evadirse en todo momento del tic tac de la cuenta atrás. Debemos reconocerle ese mérito a la evolución: quizás otros seres se quedaron por el camino, atormentados y presos de la desventaja evolutiva de ser conscientes en todo momento del segundero poético (de Poe). La mente humana se distrae con tanta facilidad como se obsesiona: pensemos en el acto involuntario de respirar. Ahora mismo estamos respirando. Es pensarlo y deja de ser involuntario: ahora tenemos que hacerlo nosotros. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar. Genera un poco de ansiedad ser consciente de ello, pero no pasa nada porque enseguida algo nos distraerá y el mecanismo volverá a actuar por su cuenta, y nosotros podremos seguir pendientes de lo que sea, de las palabras que van configurando este artículo, del inquietante vuelo de un mosquito tigre, o de la caducidad de casi todo. Que las cosas acaben es jodido, no obstante, en las antípodas del eje cronológico, hay misterios mucho más sobrecogedores, como la pregunta qué hubo antes del principio. Cómo hubo algo de la nada. ¿Por qué hay en lugar de no haber? Con toda probabilidad, preguntas erradas de la primera a la última letra.
Otra forma de acercarse a las vicisitudes de la existencia, a las jugarretas que nos deparan las dimensiones del espacio y el tiempo, es la de Irene Pujadas en su estupenda colección de relatos de título Los desperfectos, y que edita Hurtado & Ortega Editores con traducción de Inga Pellisa. Veintiún relatos que sobrevuelan situaciones marcadas por lo último, y que alcanzan alturas realmente notables con un tono que conjuga lo macabro y lo humorístico: empieza el volumen con el temor atávico a que se nos caiga un bebé de los brazos —en este caso, rompiéndose en pedazos—, y sigue con el velatorio de un hombre todavía vivo, aunque en proceso de apagado, en el que la autora crea una atmósfera asfixiante que provoca y sofoca contracciones de hilaridad. Luego encontramos, por ejemplo, un cuento con sabor a leyenda, la de la malnacida, que espía las casas mientras juguetea con un hilo con manos primitivas: “hay quien jura haberla visto por la ventana en pleno jamacuco. Según algunos, lleva una tijera de cocina teñida de carne de otra gente [...] acostumbra a pasar de los setenta, carga siempre con el ovillo y va perfectamente maquillada, como si fuera de boda [...] Nació de no se sabe quién, ni cuándo, ni cómo, si de un huevo o de un vientre, del caos o de la noche, de un ser primordial o de una divinidad, pero nacida mal y con mala intención. Ciertamente, no de una humana, eso lo sabe todo el mundo”. A continuación Pujades ha colocado Los hombrecillos verdes, una historia de causalidad en manos de dos obreros del destino, Míkel y Tanya, que se encargan de provocar situaciones premeditadamente accidentales haciendo uso de obstáculos como precisamente, accidentes: “Míkel le mete un empujón a un individuo en patinete, que se precipita contra otro individuo en patinete y obliga a frenar en seco a un autobús y tres automóviles. Cláxones, huesos que asoman por la piel, brazos ensangrentados, humanos que salen de los vehículos, alguna extremidad volando por los aires. Ya lo arreglaremos luego, dice Tanya”.
Mención especial merecen muchos de los relatos del libro, como el que narra, haciendo uso de declaraciones propias de una entrevista, la cómica estafa que los habitantes de la isla de Tula ponen en práctica para pasar un buen rato a costa de los turistas, participantes sin saberlo de un juego al que no le hace daño en última instancia la verdad; o El solar de los Gratacós, como la malnacida, la historia de una creencia: la maldición de un terreno abandonado, antiguamente propiedad de unos señoritos de Barcelona, una parcela capaz de hacer que una mujer llore inconsolable hasta el lejano final de sus días, que a un niño se le caigan los dedos, que un hombre pierda de forma terrible un testículo, que una chica desarrolle una vagina dentata, o que la madre de unos niños asesinados vea sus fantasmas bailando, y flotando en el aire una multitud de muertos antes de unirse a ellos. Es brillante No pasó: una recopilación, y sin duda también Los consejos: una reunión pseudofestiva en la que una persona recibe de forma pasiva —y forzada a la gratitud— las observaciones de las personas de su entorno que allí se han congregado para decirle lo que tiene y lo que no tiene que hacer con su vida: desde hacer deporte a ser empotrada, pasando por leer solo a mujeres, a Shakespeare, buscar un trabajo que le ocupe más horas, masturbarse con mayor frecuencia, o confiar más en sí misma. Todo en una nave industrial reservada para la ocasión, con servicio de catering incluido. Es sensacional El cuerpo caliente: la idea de las formas de las emociones, y de las texturas y olores que un espectro puede sentir desde nuestro interior —y también su bellísimo final—, y La edad de los por qué, y es un final magnífico Retrospectiva, que remite a ese Vacío perfecto lemiano, porque algunas cuestiones y algunos temas solo pueden ser tratados así, con humor, al menos de momento.