VALENCIA. Pensamos, luego existimos —o eso parece—. En algún momento de la evolución de la vida en la Tierra, y entendamos momento en términos de procesos evolutivos, algunos de los seres que se esforzaban por sobrevivir en la superficie, comenzaron a desarrollar una capacidad relativa a la autopercepción que poco a poco los iría alejando del resto de animales, y que incluso los llevaría, no mucho tiempo después, y sin muchos méritos logrados como para tamaña autoestima, a considerarse elegidos, dioses, o incluso más que eso: el centro del universo. Fue comenzar a percibir que existíamos, y que para colmo, en un rato dejábamos de hacerlo, y empezar a liarse el asunto: ya no solo teníamos que sacarnos las castañas del fuego en una lucha diaria contra las hostilidades del mundo, sino también dar un sentido a nuestra existencia, y realizarnos. De pronto ya no solo moríamos: íbamos a alguna parte.
Con el advenimiento de la consciencia ganamos por un lado, y perdimos por otro: ya no pudimos asimilar lo más elemental. Pensamos, luego tenemos que ser extraordinarios. Ese lastre no hemos conseguido soltarlo todavía, aunque por suerte la exploración de la realidad nos está poniendo en nuestro sitio: las proporciones de lo más grande y los fenómenos antiintuitivos de lo más pequeño, no parecen precisamente hechos a nuestra imagen y semejanza. El ser humano es un mamífero dotado de una habilidad que le permite obsesionarse con la trascendencia, sin que a día de hoy tengamos alguna prueba de que esto sea necesariamente positivo, y no todo lo contrario. En El Invencible, el genial pensador y escritor polaco Lem, ilustra una forma de vida sin consciencia, imbatible y perfectamente adaptada a su entorno. Sin caer en el catastrofismo: la consciencia es una fuente abrumadora de insatisfacción, dolor y confusión. Es como aquello que cualquier espectador de Matrix se preguntó alguna vez: ¿y si Cifra tenía razón?
Sea como sea, somos conscientes: eso es un hecho, y tenemos que averiguar cómo hemos llegado a serlo. Nuestra necesidad de explicar el mundo nos impulsa a ello. En este sentido, apetecen libros como La consciencia humana. Las bases biológicas, fisiológicas y culturales de la consciencia (Arpa, 2021), del médico, catedrático de Fisiología e investigador José Enrique Campillo. Cuando uno se interesa por las grandes incógnitas se vuelve un ávido depredador de cualquier información o novedad al respecto, un informacionívoro famélico olfateando los rastros de potenciales respuestas que por definición nunca encontrará con facilidad, porque las explicaciones también evolucionan: son procesos largos, en muchas ocasiones tediosos. Son todo lo contrario a lo que desea la curiosidad: a la verdad no se llega por revelaciones instantáneas, ojalá.
Einstein predijo la existencia de las ondas gravitacionales hace un siglo y constatamos que existían en dos mil dieciséis. Todo un éxito, sin duda, y también un camino dificilísimo que solo podía recorrerse con todo el rigor y precisión posible. El de Campillo es uno de esos títulos que hacen salivar al informacionívoro: el libro arranca sentando a grandes rasgos las bases de lo que hasta ahora sabemos de la consciencia, explicando qué son las emociones, los sentimientos, qué no es la consciencia, cómo es el cerebro humano que la sustenta, cuáles son sus características, qué bellas y espantosas posibilidades pone a nuestro alcance.
En esta primera parte, Campillo nos deja ideas tan sugerentes como esta: “los pensamientos, como alguien dijo, son movimientos que aún no han tenido lugar”, referida a la consciencia como herramienta anticipatoria. A continuación el autor ofrece unas pinceladas sobre la complejísima realidad cuántica, con sus fenómenos extrañísimos, infinitamente más fascinantes y asombrosos que lo que hasta la fecha hemos podido imaginar —y también, precisamente por ello, muchas veces secuestrados por el pensamiento mágico para dar una coartada aparentemente científica a ideas basadas en la imaginación y no en los hechos—.
A partir de este punto, sin embargo, y sin que esto reste necesariamente interés a lo que expone Campillo, que ciertamente puede ser muy curioso, comienzan a deslizarse ideas, al principio, de un modo sutil, que tienen más que ver con la opinión o la creencia que con lo que podemos demostrar. Afirma el autor que desde sus primeros pasos como especie, “el ser humano ha intuido que todo lo que tiene vida posee «algo especial»”. Dos líneas por encima, el título habla de alma y consciencia. Esa intuición, tal y como está expresada, parece que sea una certeza, sin embargo, uno no puede dejar de pensar en esas palabras del Dr. Manhattan, cuando instalado en la superficie de Marte, y ante una petición de auxilio a la Tierra que apela a lo especial de la vida, él responde que eso es muy antropocéntrico, que él, desde su perspectiva, encuentra fascinantes los procesos geológicos de la solitaria aridez cósmica del planeta rojo.
¿Es realmente la vida tan especial? Eso creemos ahora, que aún ni siquiera conocemos el vecindario. Podría ocurrir que la vida, efectivamente, fuese un proceso absolutamente común, una consecuencia lógica de las condiciones que se dan en el universo. Precisamente, en un capítulo dedicado al antropocentrismo, Campillo menciona que “hoy, algunos físicos y astrónomos de renombre proponen que vivimos en un universo que parece finamente ajustado para permitir la vida en el planeta Tierra y para favorecer la evolución biológica y cultural de la especie humana”. Bueno, sin saber los nombres de esos científicos, eso, sabiendo lo poco que sabemos del universo, es mucho decir. Muchísimo decir, pero nada nuevo: efectivamente, es una vuelta al nosotroscentrismo que una y otra vez ha acabado tirando por tierra la realidad. Ni la Tierra es el centro del inconcebiblemente vasto universo, ni lo es el Sol, ni nada apunta a que lo seamos nosotros, sino todo lo contrario —a excepción de la ilusión del observador del universo observable, perfectamente explicada—.
A medida que avanza el libro, el autor se adentra más en la especulación —que como ejercicio de necesaria imaginación, es estimulante—, solo que se vuelven más habituales afirmaciones rotundas que en realidad, no se sustentan en lo que actualmente comprende la ciencia, como por ejemplo esta referencia: “[Lanza] manifiesta con rotundidad que no existe el tiempo fuera de nuestra consciencia. El tiempo no tiene una existencia real fuera de la percepción sensorial de los seres vivos”. Puede que sea así, o puede que no, el caso es que no lo sabemos. En El orden del tiempo, o en ¿Y si el tiempo no existiera?, el célebre físico teórico Carlo Rovelli se sumerge en la resbaladiza naturaleza del tiempo, pero con más prudencia.
A día de hoy sabemos que el tiempo, consista en lo que consista, discurre más lento a la altura de nuestros pies que en la coronilla, y que nuestra tecnología, como el GPS, contempla estos desfases, pero aun así, conociendo algunos de sus más sorprendentes efectos, no estamos en condiciones de hacer afirmaciones categóricas como estas, que pueden llevar al lector a dar por cierto lo que de momento, son suposiciones. Hacia el final del libro ya se habla abiertamente de que “un tema que siempre ha sido muy controvertido es la comunicación de las personas vivas con aquellos que ya han muerto o viceversa”. No es controvertido: no hay una sola prueba que avale esta supuesta comunicación. La sensación es que lo que podría ser divulgación se ha entreverado con la especulación y la imaginación, y que al final terminamos leyendo ideas que poco tienen que ver con la premisa de la que partíamos, el conocer las bases de la consciencia, que sigue siendo una incógnita que despejar, pero nada más —y nada menos—.