Alguna vez habrá que saldar cuentas con las élites culturales del país. Su silencio es atronador en esta crisis histórica. Se echa en falta una minoría selecta, a la manera orteguiana, que encabece la imprescindible regeneración nacional. Nada de esto se dará. Porque en España se persigue la excelencia en nombre de la siniestra igualdad.
MURCIA. César Antonio Molina es poeta, periodista y profesor. Fue ministro de Cultura entre 2007 y 2009, hasta que Zapatero se cansó de él y le mandó un motorista con la carta de despido. La cultura —lo hemos dicho muchas veces— no interesa a ningún Gobierno, sea cual sea su color político. La cultura enerva a los que mandan.
Molina, gallego de nacimiento y espíritu, es un socialdemócrata templado, de los que ya no quedan, que asiste con estupor a la deriva enloquecida del PSOE. Este digno escritor defiende valores periclitados en un tiempo atroz, como la defensa de la razón frente a los dogmatismos, el poder sanador de la palabra escrita y el conocimiento como vía de mejora personal. Predica en el desierto. Fruto de esa soledad y de la lucidez, su compañera, es el ensayo reciente ¡Qué bello será vivir sin cultura!
"Los ignorantes sacan pecho mientras las personas cultas evitan manifestar cualquier signo de ilustración por temor a pasar por elitistas"
La ironía amarga del título resume el espíritu de un libro en el que César Antonio Molina certifica el ocaso de un mundo, el suyo y el nuestro, un mundo analógico en el que te cuadrabas cuando oías la palabra cultura. Con la amargura y la clarividencia de los tipos inteligentes, el autor se nos presenta como uno exiliado en la era de TikTok, y nos deja este hermoso canto de cisne como testimonio imprescindible.
Por su condición de profesor universitario, Molina es conocedor de la degradación de la enseñanza. La Universidad sufre ya el aluvión de bachilleres que, con un título regalado gracias a la laxitud de la ricachona Celaá, reúnen todos los requisitos para ser calificados como analfabetos funcionales. Pura nada académica.
En una entrevista concedida al diario monárquico, Molina contaba la anécdota de un profesor, exalumno suyo, que explicaba la historia del periodismo y se detenía en la genialidad de algunos de sus representantes. En medio de la clase, una alumna se levantó y dijo: "Yo tengo derecho a la mediocridad!". Parte de sus compañeros la aplaudieron. El profesor no salía de su asombro.
Esta anécdota es representativa del tiempo aciago que nos ha tocado vivir. Si en la Universidad, la supuesta cuna del saber, se reivindica el derecho a la mediocridad, ¿qué cabe esperar ya?
Esa alumna orgullosa de su ignorancia es el producto de un sistema educativo que ha eliminado la excelencia de sus aulas con el pretexto de la castrante igualdad. Es el triunfo del igualitarismo nocivo: que nadie destaque por su talento, no vaya a ser que los más vagos y lelos se traumaticen. Nadie se va a quedar atrás por la sencilla razón de que nadie avanza. Todos iguales de zoquetes, al arbitrio de los que gobiernan.
Tantos años de lavado de cerebro, tantas leyes obtusas y perversas de educación, han dado sus frutos podridos. Los ignorantes sacan pecho celebrando el triunfo de su imbecilidad, mientras las personas cultas se cuidan de manifestar cualquier signo de ilustración por temor a ser señalados por elitistas. El nivel intelectual y moral lo marca el último expulsado de Supervivientes.
Visto el presente, da pavor pensar en el futuro. La que se nos viene encima. Porque la putrefacción de la enseñanza será letal para el país. ¿Qué haremos con una parte significativa de la juventud que, pese a acumular títulos obtenidos en las rebajas de la covid, no sabe hacer la o con un canuto? ¿Contamos con ellos para asentar la economía digital y del conocimiento que pregona el presidente maniquí?
Hace un siglo, los índices de analfabetismo eran muy altos. Más de la mitad de la población no sabía leer ni escribir. Pero a diferencia de hoy, había unas élites que aceptaban el papel de liderar un país para sacarlo de su atraso. Esas minorías aristocráticas, al estilo orteguiano, se dieron en todos los campos: en la ciencia con Ramón y Cajal, en la filosofía con el mismo Ortega y en la literatura con las generaciones del 98, 14 y 27.
Si observamos el solar en que se ha convertido nuestro país, no hallaremos prueba de una minoría selecta y valiente. Uno de los males de España es la cobardía de las élites culturales, los denominados intelectuales, ante la descomposición del Estado, como se ve en el silencio que la mayoría mantiene ante los indultos cocinados para el taimado mosén Junqueras y al resto de golpistas catalanes.
Esas élites piensan en sus intereses, en sus canonjías y prebendas, antes que en el bien del país. Hay muy pocos intelectuales con la libertad de un Unamuno o un Valle-Inclán para denunciar a los culpables de esta crisis histórica. Y algunos sabemos quiénes son. Viven en Madrid y Barcelona y se acuestan juntos. Los intelectuales, distinguida raza bovina que pace en el mismo establo, han renunciado a cualquier forma de compromiso moral con su país, salvo excepciones como las del propio Molina, Trapiello, Savater y Azúa.
La historia es un cementerio de aristocracias, tal como escribió Pareto. Aquel país que carece de unas minorías exigentes consigo mismas militará entre los pordioseros de la historia. En estos momentos necesitaríamos a mujeres y hombres valientes, trabajadores, abnegados, que pusiesen su talento, en la disciplina que fuese, al servicio de un proyecto de regeneración nacional. Pero no me engaño. Aunque los busquéis a plena luz del día, ayudados por una linterna, no los encontraréis. Desde hace al menos treinta años, los enemigos de toda excelencia han podado cualquier brote de talento y valor entre los jóvenes. Gracias a ellos, la mediocridad ha pasado a ser otro derecho básico del Estado del bienestar. A ver si lo incorporan a la reforma constitucional.