MURCIA. Ganó Macron, y lo hizo, según nos dicen, con entusiasmo rayano en la euforia, muchos analistas, con gran claridad: 58,8% frente a 41,2% de Marine Le Pen. ¡Dieciséis puntos de diferencia, nada menos! Y sí, es una diferencia importante, pero que cabría relativizar si tenemos presente que en 2017 Macron a la candidata del Frente Nacional venció por el doble: 66% a 33%, 33 puntos de diferencia. Y Chirac, en 2002, en la primera ocasión en que el Frente Nacional logró acceder a la segunda vuelta, lo hizo por más de sesenta puntos: 82% de Chirac por 18% de Jean-Marie Le Pen.
La euforia viene precedida por algunas semanas de mensajes afanosos, a veces rayanos en la histeria: ¡Que viene la extrema derecha! Tras acumular sesudos análisis que denotan gran preocupación, y que generalmente se centran en manifestar indignación e incomprensión por los apoyos electorales de la extrema derecha (¿cómo es posible que haya tanta gente que vote mal?), al final la sangre no llega al río, gana quien tenía que ganar, y todo se calma. Pelillos a la mar, y ya veremos dentro de cinco años, que seguro que el globo ultra-populista ya se ha desinflado (por más que lleve décadas inflándose). La cosa comienza a parecerse mucho a un ritual, que va enriqueciéndose y estructurándose con mayor rigidez conforme pasan los años.
Cada cinco años tenemos elecciones presidenciales en Francia, un país donde el poder está fuertemente centralizado en todos los aspectos, y también en este, pues el presidente de la República concentra para sí muchísimo poder. También en el aspecto temporal, puesto que hasta hace relativamente poco tiempo, 2002, los mandatos no eran de cinco, sino de siete años. Francia es una potencia venida a menos, pero cuenta con un peso específico aún muy significativo en lo económico, lo militar (es la principal potencia militar de la Unión Europea, y el único país de la UE que cuenta con armas nucleares) y lo cultural. El poder de atracción de Francia sigue siendo muy grande, sobre todo para sus países vecinos, como es nuestro caso. Así que las elecciones presidenciales son muy importantes, no sólo en Francia, sino en toda Europa.
En 2002 cambiaron muchas cosas, y la principal fue esta: por primera vez, no se enfrentaron en la segunda vuelta los líderes de los partidos que encarnan el sistema (conservadores de raigambre gaullistas y socialistas), pues el candidato del Partido Socialista Francés, Lionel Jospin, quedó fuera merced a la división del voto, lo que permitió entrar a Jean-Marie Le Pen con un exiguo 16,86%. Momento en el cual comenzó el ritual de que hablamos, superado entonces satisfactoriamente merced a la aplastante victoria de Chirac en segunda vuelta. Le Pen logró un 18%, que es casi uno de cada cinco franceses, pero no pareció importar mucho; son números "controlables".
Tras dos elecciones presidenciales en que las cosas parecieron volver a su cauce, con alternancia en la presidencia de un candidato conservador y uno socialista -que rivalizaron en insultar a los que ellos consideraban fuera del sistema, la gentuza (racaille) de Sarkozy o los sin dientes de Hollande-, volvió el susto. Y esta vez mucho peor, porque la llegada de Marine Le Pen a la segunda vuelta no fue ningún accidente: sencillamente, sacó más votos que los candidatos socialista, conservador y de la izquierda alternativa, y se enfrentó a Macron en segunda vuelta. Como ahora. Pero en esta ocasión ha sacado más del doble de votos, en porcentaje, de los que obtuvo su padre. Ascender del 18% al 41% en veinte años es una proyección electoral espeluznante. Si a ello unimos que en el camino han prácticamente desaparecido los grandes partidos que durante décadas ordenaron y mandaron en la V República francesa (de hecho, el partido más viejo de los que obtuvieron buenos resultados en la primera vuelta de estas elecciones es el de Marine Le Pen), y que además el índice de participación es cada vez menor (con lo que hay muchos más franceses que no han votado a Macron en segunda vuelta que los que sí lo hicieron), la ecuación resulta cada vez más preocupante.
Tal vez convendría dedicar menos tiempo a lamentarse, extrañarse y felicitarse por los resultados electorales de la extrema derecha, según los casos, y más a entender qué motivaciones llevan a los ciudadanos que apoyan a estos partidos a decantarse por ellos. Lo cual no significa apoyar sus políticas ni quitar hierro a los aspectos más extremistas de su programa, sino, sencillamente, buscar las razones de que más de un 40% de los franceses que votaron ayer lo hicieran por la candidata del Frente Nacional. Les diré un secreto: no todos ellos son ultraderechistas, porque si así lo fueran tendríamos un problema mucho más serio. Si votan a Le Pen lo hacen, en la mayoría de los casos, como voto a la contra: contra el establishment, contra el sistema político-económico detentado por las élites que cada vez deja fuera a más gente, entre otros factores porque piensan que pueden hacerlo: que las cuentas electorales van a seguir saliendo porque habrá suficientes ciudadanos que voten por el candidato del sistema, aunque muchos lo hagan sin el menor entusiasmo.
Obrar así conlleva dos graves problemas. El primero, que quizás algún día las cuentas no salgan. El segundo, que, aunque salgan, tener un 42% de votantes encuadrados en un proyecto antiestablishment como el de Marine Le Pen encarna a la perfección la incapacidad -y el desinterés- del sistema para integrar a sus ciudadanos, y porque, al mismo tiempo, esto tiene consecuencias sobre el marco de referencia en el que se ejecutan las políticas, que buscan congraciarse con estos votantes atendiendo a la agenda política marcada desde la extrema derecha. Y no precisamente buscando soluciones a las condiciones laborales cada vez más precarias, al encarecimiento de la vivienda o a la inseguridad en los barrios de las ciudades, sino por caminos mucho más fáciles, más baratos y menos dañinos para los intereses de las élites, como cargar las tintas contra los inmigrantes, que a fin de cuentas no pueden votar.
Lo dicho: nos vemos en 2027, ya veremos si con el globo ultra desinflado o ya en el 48%. Lo cual no sería tan mala noticia, vista la progresión, porque al menos un 48% continúa siendo menos del 50%.