Cualquier viaje en tren es una forma de reparar pequeñas grietas, juntar extremos, cerrar heridas; los trenes son para mí un botiquín de primeros auxilios. Viajo a un retiro en la sierra de Madrid y, antes de llegar al destino ya me sé salvada de algo: renovada.
Desde que la pandemia nos hizo daño, especialmente a quienes cuidamos, o sea, a las mujeres, los retiros de desconexión se ofrecen por todas partes. No están enfocados para nosotras, pero somos sus principales clientas y hacen de nosotras una exótica versión del mito de los Rodríguez: sentirse libre y lejos de la familia. La temática común es el yoga, los masajes ayurvédicos y las dietas veganas, pero el mío se centra en escribir sin más y lo dirige Nuria Labari para Circo de Circe, su plataforma de encuentros creativos. Clubs de lectura como La Tribu, de Carmen de la Cueva, también los programan y Paula Bonet, pintora y autora, se lleva a sus ratonas de viaje para elaborar cuadernos ilustrados (rebautiza su Madriguera: taller nómada).
Siempre me pareció ridícula la idea de retirarse al campo a escribir, aprendí a hacerlo sin habitación propia, entre el ruido y las tareas, en un parking, en una siesta de los niños, en cumpleaños de bolas. Sin embargo, ahora sé que cualquier tema es una coartada válida para borrarse de la doble jornada e ir al encuentro de una misma.
Todavía no sé todo esto. Sólo soy una mujer en un vagón de tren, alguien muy agotado que deja su ciudad por unos días para juntarse con un puñado de escritoras que no conoce, apagar el móvil y escribir porque lo necesita. Quizá pasear también, conversar, dejar el folio en blanco o adormecerse con un libro en las rodillas. He pagado dos noches pensión completa, quizá por eso me diga a mí misma que me lo merezco, ¿sabría darme permiso sin desembolsar dinero?
Una búsqueda en la red con la palabra retiro llena la pantalla de espiritualidad y mezclas exuberantes como entrenadores, influencers y gurús, mejunjes verdes emplatados con hojitas y aguacate por todas partes. No predominan los retiros creativos, sino los new age, pero siempre dejan lejos la ciudad. Los hay humildes o lujosos, en monasterios, hoteles adults only o castillos; no importa, pagamos lo que sea por desaparecer, aunque haya que desayunar sopa de miso. A menudo prometen huir del materialismo, pero venden experiencias en paquete y hasta te obsequian con una botellita en uno que se centra en paseos olfativos.
Vivimos un tiempo que nos hace papilla y después se lucra con juntar nuestros pedacitos: ¿estoy moviendo la industria del wellness o la de la gestión de residuos? Lo cierto es que sobrevuela la sombra de la Gran Dimisión americana y las mismas empresas ofrecen retiros como reclamo para retener el talento. DKV, a través de su club de las Malasmadres, ofrece “La hora de cuidarse y respirar”. Los pronósticos para esta industria que se expande rondan los 7 millones para 2025. Con todo, no me parece mala noticia que el mercado se preocupe de vernos en paz. Salva tu fin de semana y salvarás tu trabajo, reza un titular en una revista especializada. Y en el mundo anglosajón ya existe el cargo de Chief Happiness Officer: directores de felicidad.
A mí, que necesito poco para retirarme del mundo porque en casa me llaman “empanada”, me saltan las amarras nada más mirar por la ventanilla. Veo rodar la periferia, el escombro, los polígonos, después el gran angular sobre la meseta; el horizonte se ensancha y se mezcla con mi pensamiento, que se pregunta cuánto Sáhara y cuánta Siberia hay en la Mancha. Toros de Osborne y molinos de Endesa. Porvenir y pasado. Y las nubes, esas nubes que no hay en ninguna otra parte, mayestáticas, de relieve rotundo, venerable, casi vivas. Me adormezco y me resisto a leer o a escribir, me pido tregua. Hago una declaración solemne en mi cabeza y me digo que mi mundo está bien, por fin bien, cuando el mundo fuera está mal. Y me asalta la pregunta de si ambos fenómenos estarán conectados: si cuanto peor va el mundo de afuera, más me obligo a estar bien por dentro.
El recuerdo que guardaré será el del otoño madrileño rodeando la casa, el olor a leña en la chimenea y los crujidos sobre la tarima de madera gastada. Subimos en coche hasta la sierra y nos conocemos por los nudos de la M40. Todas las escritoras son vibrantes, algunas no callan, otras observan y miden. Son lectoras bulímicas, escriben en cuadernos, se bloquean y salen, abren mil carpetas y proyectos, pelean con hijos o trabajos, vienen de las cuatro puntas de España y hasta de Lima.
Me encanta que nos una tanto una condición sencilla: necesito escribir. Se me cae el mito de la escritora que publica y ya no necesita montar tinglaos para que la dejen concentrarse porque aquí hay un par de ellas. Es liberador. Es democrático. Casi todas en los treinta o cuarenta, coquetas, buenecitas o muy punkis: todas liberadas, con un destino común, con los mismos miedos y manías. Charlamos sobre libros y vidas, sobre el diseño químico emocional y la biomejora, sobre estrategias para lidiar con egos invasores, con tíos, con mandangas sociales; los links llenan enseguida nuestro chat y los botellines de cerveza desaparecen de una tacada. Por la noche ni me entero de que duermo con desconocidas. Despierto como nueva y bajo en pijama a la cocina, a las ocho todas están burbujeantes y hacendosas, entre cafeteras y tostadas.
Por la noche ha habido sobremesa con ronda de experiencias, unas enormes y otras en miniatura. La leña tenía un aroma delicioso y me agencié una sillita infantil para verla arder de cerca. El cocinero (el único hombre que se acerca por aquí) se coló mientras rodeábamos la chimenea y nos calentó una cremita de verdura y un quiche. Le dejó dicho a Nuria que había tenido un buen día, que su menú llevaba buen rollo y podríamos masticarlo. Qué bonita sería esa cualidad: inyectar la vibración de un buen día en la ebullición de una sopa, en la mezcla de una masa, y hacer que la cadena alimenticia la multiplicara.
Será el embrujo de la cena o será venir hasta aquí, atreverse. Cortar amarras por unos días y nombrarse escritora, nombrarse otra: todas estamos excitadas como gallinas.
Había fantaseado con terminar mi novela, pero despierto con una pereza enorme: solo el esfuerzo de llegar y mezclarme con las demás me ha dejado seca. Miro por los ventanales y la sierra me dice ven. Quiero hacer crujir el otoño con mis zapatillas, sacar fotos, macerarme como el humus en el suelo. Salgo un rato para llamar a Albert y le digo que lo quiero al despedirme. El sol es tímido aún y la parra del porche lo deja pasar inflamando su color rojo, me recuerda la derrota de los trípodes en La Guerra de los Mundos: goterones de sangre seca, deshidratada, como los restos de una lucha que se apaga. Quiero llevarme este hábito y este cielo a mi ciudad, pero sé que el perfume de esta experiencia es rebelde a la destilación y nadie me venderá mi botellita.
Completo el paseo antes de juntarme con las currantas, que se concentran en una pequeña sala con pizarra y mesas. El día está limpio y mi cabeza centrifuga como una lavadora. El paisaje es austero, lo que más llena el espacio es el olor del suelo mojado. Hay unas setas redondas y blancas como las pelotas de tenis (¿las pelotas eran blancas cuando yo era niña o lo he inventado al llegar aquí?). Me llegan gorjeos, chasquidos y silbidos, pero la nota de fondo es un silencio amplio y la reverberación remota del tráfico. Cerca de la casa hay un abeto joven, al que le han hecho un cercado metálico como un portal de Belén, y me aflige ver que está seco. Avanzo atenta a mis zapatillas para no arruinar las setas ni las bocas de tierra de los animalillos. Arriba, achinando los ojos, descubro los círculos lentos de algún ave de presa: el arriba y el abajo me tienen en medio, en equilibrio, bebiendo de ambos mundos. Me siento en paz, aunque no sepa nombrar la especie de árbol que domina el terreno, aunque apenas haya empezado a dar con las palabras de mi vida, mis especies, mis movimientos.
Nuria me ha dado buenas pistas para mi novela y estoy en ese rectángulo del que habla Vivian Gornick en el que la escritura va a colocarse sola, va a fluir sin que necesite bombearla afuera. Pienso en los ratos muertos en los que he regalado mi escucha al cacareo, a mujeres y hombres que despertaban mi extrañeza, y me felicito por haber dejado de ir a congresos, a cumpleaños de bolas, a reencuentros de ex alumnos. Aquí somos sólo doce y nos veo pulular por la finca o alrededor de la chimenea, todo me nutre y no sé si elegir pupitre o café o paseo.
Cuando abro por fin el ordenador, sé lo que he conseguido: escribir sin culpa. Sin clandestinidad. Me asombra observar como cualquier escritora, veterana o amateur, tiene el mismo aspecto cuando abre su portátil y empieza a teclear: la música es la misma. Ráfagas de dedos y parones reflexivos, nuestras manos parecen ratoncitos buscando migas. Me vicia esta sensación de ser una misma haciendo lo mismo y que sea todo y que no sea nada.
Al volver del paseo miré a mi derecha: allí los abetos jóvenes también tenían un cerco metálico pero estaban verdes, llenos de savia.
No está nada mal esta industria boyante, la de la desconexión, pero lo voy a intentar de forma artesana desconectando el móvil los domingos. Y no vuelvo con una botellita de esencia, ni con una novela escrita, pero tengo un puñado nuevo de amigas.
Es raro encontrar a un gran hombre que no haya sido criminal a su manera. De Julio César a Napoleón. Si figuras entre los vencedores, todo te será perdonado, pero ¡ay de los vencidos! No habrá piedad con ellos.