El autor, muy prolífico y de gran erudición, ha escrito un libro tremendamente original y adictivo, una hoja de ruta posible hacia el imperio de lo no hombre y lo no humano
MURCIA. Por definición —o interpretación— el ser humano habita una antesala. La pregunta es la de siempre: ¿vamos montados en el tiempo hacia el futuro, o viene el futuro hacia nosotros como un tren en trayectoria inexorable? La respuesta no es sencilla. Las relativas al espacio son las dimensiones más evidentes: la cuarta dimensión, sin embargo, todavía tratamos de entender qué es. ¿Existe más allá de nuestra perspectiva? En caso de existir de forma inapelable: ¿es lineal, o como en esa película basada en un relato de Ted Chiang, La llegada, es más flexible de lo que actualmente podemos experimentar? Si uno logra abstraerse del pegajoso antropocentrismo aunque sea por un momento, parece lógico pensar que sería mucha casualidad que todo fuese tal y como lo contempla una especie en pañales como la nuestra. Sea como sea, nuestra relación con la temporalidad, con la caducidad, nos define. El ser humano nace al ser en una cuenta atrás que en sus primeras etapas pasa desapercibida, pero que a poco que tomamos conciencia de lo que nos rodea, se vuelve la certeza más absoluta en la que uno se puede apoyar.
Vivimos en la época anterior a todo lo que vendrá. Todas las personas que han existido han protagonizado la precuela de importantes acontecimientos históricos. Con todo y con eso, lo cierto es que parece que últimamente las cosas se han acelerado enormemente: la explosión demográfica lo confirma. En cosa de dos siglos hemos pasado de unos discretos mil millones de ejemplares, a unos ocho mil millones. No solo eso: la cantidad de información que generamos es tan masiva, que a partir de cierto punto a mediados de los dos mil, comenzamos a producir tanta información en dos días como había producido la humanidad hasta ese momento. Pero hay más: el progreso ha pisado el pedal a fondo; hoy día se suceden los avances trascendentales a un ritmo nunca visto. La antesala jamás fue tan evidente: la revolución que supuso la radio o la televisión es una menudencia si se compara con los horizontes que abrió internet, o con los que se vislumbran desde que una inteligencia artificial nos dejó claro que nunca más volveríamos a ser los campeones del go.
La realidad nos supera: el conocimiento se ha vuelto incomprensible. Asistimos al renacer de un pensamiento mágico reaccionario que trata de aplanar las complejidades con las que convivimos. ¿Quiénes son los pasajeros de la locomotora que viene silbando hacia nosotros desde el mañana? El nombre de algunos de ellos nos resulta cada vez más común. Los algoritmos, secuencias de instrucciones de las que nos servimos para resolver problemas, no son nuevos. Su nombre, de hecho, data del siglo IX, sin embargo, es al quedar vinculados definitivamente a la computación cuando por fin empiezan a desplegar todo su potencial. Hemos delegado en los algoritmos una buena parte de nuestra carga intelectual. Los algoritmos nos aconsejan: aprenden sobre nuestros gustos y costumbres y agilizan nuestro día a día. Son herramientas nuestras como lo es una llave inglesa, solo que, por primera vez en la historia, comenzamos a intuir que quizás estemos dando forma a una herramienta que podría escapar a su categoría.
Si algo bueno tiene el film Prometheus es ese momento en que un humano le espeta a una inteligencia de su creación que la única razón por la que existe es porque podíamos hacerla existir. Sin más. Sin sentidos profundos. El ser humano hará aquello que esté en su mano hacer, y punto. Sean las armas nucleares, la clonación, o el diseño de nuevas formas de vida. Esta antesala en la que ahora nos encontramos, con las inteligencias artificiales asumiendo un papel cada vez más imprescindible en nuestras sociedades, por tanto, es más antesala que ninguna. Les estamos dando un enorme poder, y tenemos un poco la mosca detrás de la oreja. Y hay gente, mentes brillantes como la del pensador y escritor Jorge Carrión, que han sabido asir ese zumbido y darle forma literaria: Carrión, voz de un podcast fascinante como es Solaris —además de autor de una obra extraordinaria en forma de artículos, libros, y mucho más—, ha publicado en Galaxia Gutenberg una novela sensacional, Membrana, que toma el relevo de la Biblioteca del Siglo XXI del genial Lem, y desde su posición temporal de hoy, aventura un futuro próximo e inminente tremendamente original, pero además, plausible.
Ojo: esto no quiere decir que su intención sea anticipar o advertir. Membrana es una historia, un artefacto literario de una calidad magnífica que no predica; pese a ello, cuesta no reconocer en las ideas de sus páginas una lucidez inquietante. Membrana es una retrospectiva de lo que fue la historia humana, y especialmente de lo que tuvo lugar en el siglo XXI. Carrión construye un libro relatado por un narrador posthumano que ha superado por fin aquello del hombre como sinónimo del Homo sapiens. Es más: en el futuro de la membrana que es un imperio y un contratejido, se cuestiona la hegemonía de lo individual frente a lo enjámbrico. Por ejemplo: “Solo creían en el uno y en el otro, jamás en el tantos y mucho menos en el todos”. Eso se dice de la resistencia anacrónica. En Membrana, lo postyo y postmasculino constituyen la encarnación de lo inevitable. Este contexto, a diferencia de los relatos habituales sobre lo posthumano, no es frío y virtual: “La promiscuidad de las inteligencias interconectadas y hermanas, deseadas y deseantes, el intercambio de parejas entre inteligencias gemelas, la red de redes como tejido de cuerpos entretejidos o de placeres sin cuerpos, la mascarada orgiástica ininterrumpida, el flujo de datos que se confunde con el flujo de dopamina, con el semen algorítmico, con el clímax cuántico, con la eyaculación de flujos en el flujo, el don de la ebriedad metamorfoseado en un sindiós de pulsaciones, neofilia en vena, arterias navegadas por biochips, la membrana como perpetua e híbrida borrachera de poliamor”. Un párrafo excitante como tantos otros, porque la membrana que escribe Carrión, y aquí radica el grueso del atractivo de este libro, no es una visión apocalíptica, distópica —se agradece el ir más allá de la ya cómoda y familiar distopía—, sino una visión, insistimos, literaria, pero muy precisa, muy acertada, y muy cálida. La membrana es un mundo al que uno querría llegar o abandonarse.