Ha ocurrido. Se ha aprobado, por el procedimiento de urgencia que sólo puede entenderse si tenemos en cuenta que está en juego el sillón del mismísimo Pedro Sánchez, que los diputados puedan expresarse en el Congreso de los Diputados en las lenguas cooficiales: catalán-valenciano, euskera y gallego. Para ello, el Congreso ha proveído de los recursos necesarios a sus señorías: traducción simultánea mediante intérpretes que llega a los oídos de los diputados mediante pinganillo.
Los partidos de oposición, PP y Vox, se han opuesto con virulencia a esta medida. El PP, ostensiblemente, se ha negado a ponerse los pinganillos, escuchando directamente en la lengua vernácula no-castellana a los diputados que así decidían expresarse. No está claro si semejante actitud constituye un desprecio a la medida y a dichas lenguas o bien un simpático guiño a los partidos nacionalistas, como diciéndoles "en el PP, desde que José María Aznar aprendió catalán y lo hablaba en círculos íntimos, las lenguas cooficiales no constituyen ningún secreto para nosotros". Por su parte, en Vox sí que han escenificado un desprecio nítido, tirando los malvados pinganillos en el escaño del perpetrador de la medida, Pedro Sánchez, que en ese momento se encontraba ausente por estar en la ONU (si ellos tienen ONU pinganillo, nosotros tenemos dos... Terminen la frase como gusten, a lo Rubiales).
Cabe señalar que es vergonzoso que la medida se implante como producto de una negociación para votar la Mesa del Congreso de los Diputados, preludio y quién sabe si incluida en el pack de la negociación de investidura de Pedro Sánchez. Es vergonzoso no porque la medida sea una terrible concesión al chantaje nacionalista que hará, esta vez sí, de la ruptura de España un acontecimiento inevitable que se producirá más pronto que tarde (en especial, ahora que está cada vez más claro que Pedro Sánchez logrará revalidar su mandato con una nueva investidura); sino porque se trata de algo que debería haberse implantado en el Congreso, y después normalizado en la vida política, desde hace muchos, muchos años. Y si no ha sido así se debe al acuerdo de los dos grandes partidos, PP y PSOE, en negarse.
Costó una eternidad que esta misma medida se implantara en el Senado (con ciertas limitaciones, pero con la misma lógica de traducción simultánea y pinganillos), y ahora encontramos las mismas resistencias en el Congreso. Las resistencias que ven en cualquier "concesión" a otras lenguas, a otras realidades culturales, que también son españolas, como una amenaza a la visión hegemónica de lo que es España que emana del centro del país, con una lengua común, el castellano, que debería bastar. Una lengua de verdad y regiones con folklore y sus simpáticos dialectos. ¿Para qué más?
Pero España no es Francia, a pesar de que se ha intentado implantar un modelo similar como el francés a todos los niveles y desde hace dos siglos; España es un país en el que conviven realidades culturales y lingüísticas diversas, una realidad plural y compleja que ha de recibir alguna respuesta por parte del Estado que sea congruente, a todos los niveles, con la realidad que el mismo Estado asumió con la Constitución de 1978 y la creación del régimen autonómico. Y eso conlleva incorporar las lenguas cooficiales a la realidad política y social de España. En el Congreso y en otras partes (personalmente, nunca he entendido que no se enseñen, en el programa educativo de primaria y secundaria, aunque sea como optativas, alguna de las lenguas cooficiales en las comunidades autónomas monolingües).
Los argumentos desplegados desde las filas del PP y Vox en contra no se sostienen, salvo su denuncia, donde sí que tienen toda la razón, de que esto se hace porque Pedro Sánchez necesita los votos de los nacionalistas para ser investido, y no porque él crea que es algo que debe hacerse (también cabría plantearse si Pedro Sánchez cree en algo en concreto o cuáles son sus convicciones, de haberlas; pero esa es una discusión diferente). Pero es ridículo que se apele al terrible nivel de gasto que suponen los pinganillos y la traducción simultánea, que no llegan, en el peor de los casos, a medio millón de euros, es decir: el 0,000001% de los Presupuestos Generales del Estado. Y la idea de que será un complejo "guirigay" en el que nadie se entenderá choca con lo que sucede en el Senado, en el Parlamento Europeo, en muchos parlamentos autonómicos y, en fin, en cualquier sitio en el que se da una convivencia de lenguas y se intenta respetar los derechos de sus hablantes.
Es una batalla en la que Vox quizás tenga mucho que ganar, pero no tanto el PP, que es un partido que gobierna en Galicia, Baleares y la Comunitat Valenciana, territorios bilingües cuyos hablantes, también muchos de los que voten al PP, difícilmente verán problemático que se puedan emplear sus lenguas en el foro de la soberanía nacional; precisamente porque es nacional, y no sólo castellana. Haría bien Alberto Núñez Feijóo en centrar sus energías en criticar la amnistía que previsiblemente se conceda a los independentistas catalanes involucrados en el 1-O (otra medida inevitable, si se quiere normalizar definitivamente la situación política española, pero que no debería ser producto de un pacto de investidura), que es una cuestión que sí que genera muchas dudas no sólo en los votantes conservadores, sino también en parte de los socialistas; y no dejarse enredar por la Brunete mediático-política madrileña y sus obsesiones.