El presente se construye a golpe de mensaje hiperperecedero en una red social que es, hasta la fecha, la simulación más absorbente de todas aquellas que hemos habitado.
MURCIA. Travolta mira a un lado y a otro y se pregunta dónde estará la invasión, dónde está el enemigo, que se ponga. Poco tiempo atrás, la cuenta oficial de una nación, Ucrania, compartía un meme que ilustraba el quebradero de cabeza que supone tener a Rusia de vecina. En la batalla incesante del relato, prima hermana de la contienda propagandística, los jajas cuentan como agujeros de bala: la cosa no está como para reírse, quizás por eso la carcajada digital constante, la algarabía y el regocijo del zasca, el ingenio afilado alternando entre el humor y el odio, el adormecimiento y la languidez del no querer tomarse el dolor y la frustración a las bravas. La invasión que el invasor negaba iba a producirse el dieciséis de febrero a una hora exacta: todo el mundo lo sabía con precisión meridiana —así no hay manera de sacar partido del factor sorpresa—; no ha hecho falta pisar el campo de batalla para probar nuevos prototipos de relato, la antesala ha sido suficiente para sorprender al mundo con una narrativa extrema en su inventiva, absolutamente desacomplejada.
En el año dos mil veintidós del siglo veintiuno la verdad es menos relevante que nunca, porque ya ni siquiera hay que esforzarse en mantener la apariencia: se ha asumido que lo único que importa es el bando y quedar en pie el último, la conjura permite aceptar la ficción con satisfacción y veneno en los colmillos, trabajar en equipo bajo la bandera de una historia corporativa y llegar con ella hasta las últimas consecuencias. Todo lo demás da igual. El ánimo no flaquea nunca porque los artífices y gladiadores del storytelling no se toman en serio el contenido del relato. La invasión anunciada como inminente y segura durante semanas, la que ha servido para diseñar infografías y artículos y reportajes y piezas desinformativas de todo tipo repletas de detalles no tuvo lugar el dieciséis de febrero. Pues no pasa nada: se reagenda. Ahora será el veinte. Hay toda una batería de argumentos lista para justificar por qué esta fecha es tan segura como la anterior.
Han pasado cincuenta y cinco años desde que Guy Debord publicase La sociedad del espectáculo, doscientas veintiuna tesis tremendamente lúcidas en las que el fundador de la Internacional Situacionista trazó los carriles sobre los que correría el desarrollo de la sociedad moderna, y la vida que en ella se desarrollaría: del ser al tener, y del tener al parecer, y así, "todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación". Visto lo visto y conociendo lo que conocemos, no cabe más que envidiarle a Debord su mirada en el tiempo. El reconocimiento de la obra debordiana, por supuesto, no es algo nuevo, pero cuando uno visita o revisita el libro desde el hoy, celebra el aviso. Tesis cuarenta y siete, por ejemplo: "La realidad de este chantaje, el hecho de que la utilidad bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya solo exista en cuanto encerrada en la riqueza ilusoria de la supervivencia ampliada, es la base real de la aceptación de la ilusión generalizada que tiene lugar en el consumo de las mercancías modernas.
El consumidor real se transforma en consumidor de ilusiones. La mercancía es la ilusión efectivamente real, y el espectáculo es su manifestación general". El espectáculo, qué duda cabe, tiene que formar parte de lo mismo, del mismo fenómeno que el declive hacia la obsesión por parecer. El espectáculo —y aquí nos permitiremos ampliar el plano para simplificar el significado de espectáculo más allá de la concepción estrictamente debordiana— es el filtro a través del que suceden los hechos y sucedemos nosotros mismos. Nos relacionamos mediando el espectáculo, como si el espectáculo fuese un océano oleoso en el que nos movemos de un modo que logramos percibir como natural, aunque en el fondo sabemos que no lo es.
Hoy se ha declarado una guerra civil en un partido político y la memesfera ha reaccionado inmediatamente al estímulo: los temas trending se suceden a toda velocidad [hoy es un gran día para los anunciantes]. Ya han aparecido en la sede del partido los mariachis habituales con Canta y no llores, e incluso un mensajero con una corona de flores. Los medios de infotenimiento preparan coberturas exhaustivas y especiales: la gente no quiere saber, lo que la gente quiere es el show, pasarla bien, apostar, comentar la jugada, y por qué no, un poco de schadenfreude, de regodeo en el mal ajeno. La sociedad del espectáculo nunca duerme por culpa del insomnio o la ansiedad: la sociedad está espectacularizada, quién la desespectacularizará.
Por el momento el recorrido es solo hacia adelante y pisando a fondo rumbo al metaverso: si no puede mostrarse en una pantalla y ser valorada, comentada o compartida, no es mi revolución. Lo bueno debe serlo lo suficiente para poder ser convertido en Story, Reel o TikTok. Nuestro rostro también debe estar a la altura: la realidad sin filtros ya no parece real. Al paisaje le falta contraste y efectos lo-fi. Nuestra cara necesita un filtro que la estandarice en base al canon espectacular. ¿Imaginaría Debord hasta dónde llegaríamos después de que la bala en la cabeza le impidiese verlo por sí mismo? ¿Será cierto eso que dijo, que no morimos, que solo desaparecemos? El espectáculo debe continuar por el propio bien del espectáculo: el espectáculo llena los huecos entre jornada laboral y jornada laboral. El espectáculo se encarna y se despliega en la serpiente-scroll sobre la que nos deslizamos arriba y abajo todos los días y que al final termina siempre por devorarnos: nos devora a cada rato, está siempre devorándonos, atrayéndonos y atrapándonos con su espectáculo asfixiante de fragmentos de vidas, cada fragmento una escama, una escama urticante y un siseo que te repite incansablemente la misma idea, un único mensaje: eres lo que pareces. Y a veces, también viceversa.