MURCIA. Si entraban quince personas a ver una actuación, podía decirse que el café Sin-é ya estaba abarrotado. En aquel espacio minúsculo dedicado a albergar nuevos talentos, Jeff Buckley comenzó a principios de 1992 a dar conciertos semanales cuando lo único que podía servirle como reclamo era su voz. Compartía ese don con su padre, Tim Buckley, que durante los setenta grabó discos resistentes a etiquetas fáciles, álbumes que fluctuaban entre el folk, el jazz y el rock. La carga emocional de canciones como “Song To The Siren” y su muerte por sobredosis en 1975 forjaron un aura legendaria a su alrededor. Jeff no quería ser comparado con su progenitor y menos aún dar la sensación de que deseaba aprovecharse de su apellido. En 1991 el productor Hal Willner le propuso tomar parte en un concierto de homenaje a su padre. Viajó desde California para unirse al acto y dejó boquiabierto a lo más granado del arte y la intelectualidad de Manhattan. Willner le ofreció apadrinar su carrera musical y Buckley se quedó en la ciudad.
Los parroquianos del Sin-é, quedaban hechizados por aquellas actuaciones desnudas e intimistas. Cada noche, Buckley interpretaba canciones ajenas que su voz elevaba a otra dimensión. Se inspira en vocalistas como Nina Simone y Nusrat Fateh Ali Khan -al cual consideraba su Elvis particular-, a los que también versiona en aquellas veladas en las que investigaba en repertorios ajenos, ya fuese material de Dylan o canciones de The Smiths. El boca a boca fue su única promoción y atrajo a varios cazatalentos que acudían para escucharle. Su música, etérea, espiritual, delicada, no se parecía a ninguna otra. Entre canción y canción, Buckley improvisaba historias a un público que no era consciente del milagro al que estaba asistiendo. Asistido únicamente por su guitarra, alargaba las composiciones hasta llevarlas a su propio terreno, bendiciéndolas con su falsete, mientras exploraba sus posibilidades como intérprete.
“Hallelujah”, de Leonard Cohen, es una de las canciones que hizo suyas. La descubrió por medio de la versión de John Cale, cuyo planteamiento siguió -al igual que haría después Rufus Wainwright- a la hora de cantarla. También formaría parte de su primer álbum de estudio, Grace, que desde el primer momento estaba destinado a ser visto como un clásico. Después de sopesar varias ofertas, a finales de 1992 Buckley firmó un contrato con CBS, que para entonces ya era propiedad de Sony. Le dieron la mitad de dinero que le ofrecían otros sellos, pero a cambio prometieron dejarlo crecer artísticamente, sin interferencias. La promesa se cumplió. Jeff Buckley pasó los siguientes nueve meses tocando, ensayando y desarrollando un cancionero propio. En Nueva York había colaborado con Gary Lucas, un ex miembro de la Magic Band del Captain Beefheart, en el grupo Gods & Monsters. La experiencia no funcionó, ya que Lucas, consciente desde el primer momento del carisma de Buckley, le impidió lucirse en las actuaciones. Buckley aprendió de aquella experiencia. A la hora de registrar Grace, optó por rodearse de músicos jóvenes y desconocidos, pero no renunció a grabar dos canciones de Lucas para las que había escrito la letra, “Mojo Pin” y “Grace”.
Andy Wallace, famoso por haber reconducido el sonido Nirvana hacia la comercialidad, fue requerido para producir el álbum, que vio la luz el 23 de agosto de 1994. CBS tenía fe en Grace, pero sus ejecutivos eran conscientes de que no se trataba de una obra fácil: las emisoras de radio lo rechazarían. Debía ser visto, pues, como el primer peldaño para crear un artista de dimensiones clásicas, como Cohen, Dylan o Springsteen, todos ellos con carreras fraguadas en dicho sello. Buckley también se sentía obnubilado ante la idea de compartir catálogo con dichos artistas, pero su inseguridad y su miedo a ser tachado de oportunista interferían a la hora de desarrollar su potencial. Por ejemplo, le costó trabajo asumir que la revista People le había incluido en su lista de las 30 personas más bellas del momento, porque Buckley, además de voz y talento, tenía imagen. Era atractivo, de aspecto frágil y magnético a la vez.
La timidez no tardaría en evaporarse. En su primera visita promocional a Inglaterra tocó en un pequeño café, a solas, sin el acompañamiento de una banda. Chrissie Hynde y John McEnroe fueron a verle y parece ser que el tenista quedó tan conmovido que insistió en ayudarle a cargar el amplificador tras el concierto. Al tanto también de las maravillas que se comentaban sobre Buckley, Radiohead y su productor, Nigel Godrich acudieron también a otro de sus conciertos londinenses. Esa misma noche, Thom Yorke grababa la voz de “Fake Plastic Trees”. Según él mismo confesó, ver a Buckley le quitó el miedo a usar el falsete.
Cuando salió a la venta, Grace tuvo que competir en las listas con álbumes de Blur, Alice In Chains y Hootie & The Blowfish. Su música estaba inscrita en el rock, pero, al igual que la de Tim Buckley, no se ceñía a las reglas del género. Era eléctrica y apasionada, suspendida en un vasto espacio de silencios y ecos, siempre oscilando entre el éxtasis y el desgarro. La mejor manera de darla a conocer fue mediante conciertos. El tour promocional de Grace duró casi dos años. Durante esos meses, Buckey recorrió Europa cuatro veces y dio más de 150 conciertos en Estados Unidos. En Francia se convirtió en un artista de culto de manera inmediata. Poco a poco, más nombres de peso se fueron rindiendo a la magia de Buckley. Poco antes de grabar el álbum conoció a la vocalista Liz Fraser, de Cocteau Twins, que en 1984 había cantado “Song To The Siren”, descubriendo el tema estrella de su padre a toda una nueva generación. Mantuvieron una breve relación sentimental y llegaron a grabar música que nunca ha visto la luz de manera oficial. Pero el encuentro más significativo fue con Jimmy Page. Eran almas gemelas. Jeff, el alumno cuyo aprendizaje venía en gran parte de la combinación de fuerza y mística de Led Zeppelin. Page, el maestro extasiado al descubrir un alma gemela tan poderosa. La música de Grace tenía sus raíces en el equilibrio entre sensibilidad y energía de los Zeppelin. Los dos lloraron de la emoción al conocerse.
Buckley murió ahogado en el río Wolf, en Tennessee, en verano de 1997. Pereció al bañarse en aguas turbulentas y peligrosas, presumiblemente bajo los efectos del alcohol, aunque también se barajó la posibilidad de un suicidio, consecuencia de su bipolaridad. Murió sin terminar su segundo álbum, cuya grabación ya había comenzado. La maldición que se llevó a su padre se cebó también con él. Desde entonces se han editado maquetas, sesiones de estudio, directos, pero el destino evitó que Grace tuviera la continuación que merecía. Casi treinta años después de su aparición, sigue siendo una obra imprescindible, monumental, honesta y emocionante, sin parangón alguno, ni en su momento ni ahora.