Tras ensayos tan populares como Sociología del moderneo, en esta ocasión el autor aborda en profundidad la manera en que hemos perdido pie y flotamos hacia una nube irreal
VALENCIA. Metaverso pronto será palabra del año: con la reciente declaración de intenciones del hombre de rostro sintético de la gran red social, que ha puesto su dinero a trabajar en pos del nuevo estadio de internet tras el ordenador y los dispositivos móviles, un internet inmersivo y experiencial, un gran escenario virtual que habitar —todavía más—, este concepto, metaverso, que no es nuevo, ha saltado al común de la conversación social. Pronto, se nos dice, navegar internet —ese concepto tan de la era de Encarta— será, en realidad, caminarlo. Recorrerlo. La idea es que por fin se materialice el sueño que ha servido a numerosas historias de ficción, no todas ellas distópicas, y podamos adentrarnos en mundos cuyos límites serán cosa nuestra, en concreto de aquellas personas encargadas de diseñarlos, y de los créditos de los que dispongamos en nuestra billetera.
Suena a eso que tantas veces se nos ha contado en el cine, en los videojuegos o en la literatura, inclusive la parte de las diferencias entre un mundo-mansión personalizado, y una chabola producida en serie para los usuarios de economía modesta. Si todo sale como tiene que salir, promete Zuckerberg, no debería faltar demasiado para que el metaverso sea una nueva capa de la realidad que nos permita, por ejemplo, asistir a una reunión de trabajo desde el comedor de casa, ataviados con una skin de alien de Giger. En la capa inferior de la realidad, iremos en calzoncillos, nuestras condiciones laborales serán de todo menos de fantasía, y probablemente vivamos más alienados que nunca: el cambio climático seguirá desmontando todas nuestras predicciones progresando más rápido de lo que pensábamos, y nosotros, el Homo sapiens, la especie animal que aprendió a programar, avanzaremos también en nuestro tragicómico tropezón, como en esas caídas en las que uno pierde el equilibrio, la compostura, y finalmente, tras una ridícula carrerita, se da de bruces con el suelo sin remedio. En el metaverso, podremos volar. Fuera de él, tendremos suerte si podemos pagar el aire acondicionado o la calefacción para vivir como los tecnoCEOs mandan en su teatro de los sueños algorítmicos.
Iñaki Domínguez, autor de ensayos como Sociología del moderneo, o Cómo ser feliz a martillazos: un manual de antiayuda, tiene un nombre para esos semidioses de la narcotización online que seremos, y que en menor medida, ya somos: Homo Relativus. Del iluminismo a Matrix, una historia del relativismo moderno (Akal, 2021), es todo un repaso al proceso que nos ha llevado de creer en verdades absolutas, a constituir una “multitud irreductible de miradas” que producen su verdad asistidas por protointeligencias artificiales que funcionan como cámaras de eco y como abuelas que nos juran que somos los más guapos del barrio, los amos de la casa y del corral, y que cualquier pensamiento peregrino que pase por nuestra mente es una opinión y como tal, es digna y válida y merece ser emitida, e incluso blandida como arma con la que castigar al vecino. La verdad, depende. La verdad es un elige tu propia aventura. Si crees muchito en algo, el universo conspira para que se cumpla. Si luchas y sonríes, el cáncer se asusta y se va. En el anverso de todo esto, claro, se agazapa el prosaico y doloroso día a día del que no queremos saber nada —y no es para menos—: el universo no tenemos muy claro lo que es, pero desde luego no es un genio de la lámpara, y las enfermedades, por desgracia, muchas veces nos matan, pese a todo nuestro esfuerzo por sobrellevarlas de la mejor manera posible, si es que tenemos fuerzas para llevarlas así. “Este enfoque —señala Domínguez— te hace, de algún modo, responsable de lo desgraciado o feliz que seas dependiendo de tu actitud a la hora de enfrentar un asunto, en principio, doloroso. De nuevo el dato de la experiencia, aquello que te ocurre, no es «en sí» bueno o malo, sino que todo depende de cómo interpretes ese hecho. Es decir, que el sufrimiento, trauma, o carencia de él, depende de la subjetividad del que mira. Este esquema de pensamiento lo hallamos hoy en la psicología cognitiva, en la autoayuda, en el coaching, y en tazas de café, cursos empresariales y campañas de marketing”. Todo es relativo, se nos dice.
En ese sentido, como detalla Domínguez en su recorrido, lo importante no es la cosa, digamos, sino la mirada que se posa en ella: esto tiene que ver con la forma de entender el arte en la actualidad, y también con la manera en que se gestiona lo político a garrotazos. Una misma decisión es acertada si la toma el partido con el que nos identificamos, generalmente, de un modo acrítico —con nosotros mismos—, como quien se pone una camiseta de un club de fútbol, pero es nefasta, inconcebiblemente burda y dañina, peligrosa, letal, etarra o fascista, si la toma el partido que identificamos con el enemigo. Metidos hasta mucho más que la cintura en los entornos de compensación virtual que han creado para nosotros las compañías que nos ordeñan para extraer la información con la que mercadean, ellos, que según parece crían y educan a sus hijos sin pantallas —tampoco comen en McDonalds—, somos más clientes que ciudadanos, y como clientes, exigimos tener siempre la razón, por eso tenemos el poder de cancelar, y con eso se alimenta por unos instantes nuestra sed de justicia, mientras fuera de la granja, el mundo humano sigue en la senda de la superpoblación y la falta de recursos básicos para una inmensa mayoría de congéneres, que sueñan y sueñan con una vida mejor, pero por alguna razón, esta no aparece por arte de magia. Será que no lo desean lo suficiente. Que no son lo suficientemente positivos. Que no ponen el foco en lo que desean. El universo no les hace caso. El metaverso, seguramente sí. Siempre que puedan pagar la luz.