MURCIA (EFE). Un sensor de movimiento sorprende en el acceso a la parroquia del Espíritu Santo de Espinardo. Que se abra sola la puerta es el único lujo de una iglesia construida hace medio siglo, objeto de continuos asaltos vecinales, que recibe con el altar a la izquierda y enormes bancadas en semicírculo, y donde no hay comuniones en estas fechas ni apenas feligreses pese al bullicio infantil y la vida callejera de este gueto murciano tomado por la droga.
"Habrás visto que se huele mucho a marihuana...", avisa el padre Antonio, párroco del Espíritu Santo desde hace once años y autoridad involuntaria en un barrio abandonado por el ayuntamiento, según denuncia, donde no hay mascarillas, andan sueltos pitbull y rottweiler y nadie se inmuta al ver cruzar un caballo por la plaza, pero sí cuando lo hace alguien ajeno.
En el camino al despacho en el que se desarrolla la entrevista, el sacerdote cuenta que puede saltar la luz en mitad de una misa por los enganches ilegales que hacen los vecinos para cultivar droga y que las marcas en la pared a su espalda recuerdan el cóctel molotov que lanzaron contra la iglesia cuando ordenó derribar una pequeña escalinata que servía de cobijo vecinal "de todo lo malo".
Se disculpa por la "forzada" austeridad del templo. "Ves que no tenemos lampadarios porque los robarían, pero tratamos de tenerlo todo bien y cuidado", explica como buen anfitrión en una visita a la iglesia, cuyo altar mayor preside una talla del "Cristo el humilde", regalada por el obispo, José Manuel Lorca Planes, natural precisamente de Espinardo, en el 50 aniversario de la parroquia.
En un barrio de esta pedanía murciana al que no llega el transporte público, se vive en la calle, los críos se alimentan del dinero de la droga, hay absentismo escolar, embarazos juveniles, palizas entre clanes y redadas casi diarias, "hay que estar donde nadie quiere", dice este sacerdote, capellán también de la cárcel de Campos del Río y quien a principios de los 90 participó, sin saberlo, en la gestación de lo que hoy es la pastoral penitenciaria de la Diócesis de Cartagena junto a Jesús 'El Chato', un cura fallecido hace dos años, y la hermana Josefa, de la congregación del Cristo Crucificado.
En esos años de crisis económica y orgullo nacional por los Juegos y la Expo, los problemas de comunicación entre detenidos y sus familias eran "incluso mayores que ahora", recuerda el cura Antonio Sánchez, un joven veterinario entonces que atendía su necesidad religiosa como voluntario y recorría casas de Cieza, su pueblo natal, informando a padres, madres o hermanos "de que habían detenido a fulanito, y se encontraba bien en tal comisaría o en la cárcel".
"Ahora sigue ocurriendo, pasan bastantes horas hasta que hay información y eso genera mucho sufrimiento al preso y a la familia, de ahí que fuéramos una especie de 'enlace' y nos dedicáramos a explicar dónde y cómo se encontraban los hijos detenidos", recuerda el capellán penitenciario, que por orden de sus superiores abandonó esa labor cuando entró al seminario, y que volvió a tropezarse con la realidad del pobre y del excluido años después de su ordenación sacerdotal.
"Me ofrecí al obispo para ir a la cárcel cuando la inauguraron porque no había servicio religioso", explica.
"La cárcel es el infierno, es el lugar en el que nadie quiere estar, en el que toman acomodo todas las incomodidades de la vida, donde están los pobres, los que enfermaron por la droga, aquellos que han sido despreciados y que ven que fallan una vez tras otra, que no tienen constancia...", reflexiona el padre Antonio, para quien estar preso supone también "perder la realidad de que se sigue siendo persona".
Según asegura, la sociedad vive de espaldas al sistema penitenciario porque lo que se conoce de la cárcel no se corresponde con la realidad. "Es un sitio muy malo, de sufrimiento pleno, y del que se sale o con mucho miedo 'o como un toro', aunque en la mayor parte de los casos hay arrepentimiento y un proceso de reflexión personal muy fuerte, que desemboca en una lección de vida aprendida".
En la prisión Murcia II de Campos del Río, de una población oscilante de entre 1.000 y 1.200 personas, más del 40% de ella extranjera, el padre Antonio ha pasado los últimos diez años denegando solicitudes de permiso de salida al exterior por falta de recursos de acogida.
Este sacerdote, que realiza labores de acompañamiento, escucha, formación y asistencia al preso junto a otros dos capellanes y voluntarios, vive ansioso la próxima entrada en funcionamiento del 'Hogar La Milagrosa', un proyecto con el que la pastoral diocesana y Cáritas pretenden facilitar la reinserción de quienes cumplen condena en prisión procurando un hogar a aquellos que, en periodo de permiso penitenciario, carecen de familia.
El proyecto arrancará antes del verano en un piso cedido por la congregación de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, tiene el visto bueno de la dirección de la cárcel, ha sido incorporado ya por la Comunidad Autónoma al registro de servicios asistenciales y está a la espera de la aprobación definitiva del Ministerio del Interior para su puesta en marcha.
"Que un preso no pueda acceder a un permiso porque no tiene familia o ésta vive muy lejos es una segunda condena, de ahí la importancia del nuevo hogar", asegura este sacerdote, muy crítico también con el "deplorable" sistema sanitario de la prisión por falta de medios, lo que lleva a agendar visitas hospitalarias "a varios meses vista" o a tropezarse los viernes por la tarde con internos "totalmente drogados" porque a esa hora ya no hay enfermeros en la cárcel, y hay quienes se toman de una vez la medicación que se ha prescrito para todo un fin de semana.
A algo más de diez kilómetros del barrio del Espíritu Santo de Espinardo se encuentra la pedanía de Santo Ángel, donde nació en 1891 María Seiquer, una de las fundadoras de la congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado y en cuya propiedad familiar se asienta el recinto religioso en el que vive Josefa Jover, una monja de 75 años, maestra jubilada y pionera en Murcia en la asistencia penitenciaria.
La hermana Josefa advierte sobre el importante cambio de la población reclusa experimentado en los últimos 30 años. "En prisión hay gente muy normalizada, que ha cometido un error puntual en su vida, pero antes no era así, había más gente procedente del analfabetismo, la pobreza y la exclusión", lo que ha llevado a modificar los programas de asistencia social, religiosa y jurídica que presta la pastoral penitenciaria porque "hoy no servirían de nada".
Esta religiosa está convencida de que "nunca se conseguirá la reinserción en la cárcel" por falta de medios, por lo que defiende vehemente que se trabaje en la prevención del delito para que "aquellos que nunca se han sentido amados, y que terminan vacíos, no acaben encarcelados porque ahí vienen los problemas".
Al drama de la privación de libertad se une, según resalta a Efe, la estigmatización que genera el paso por la cárcel, de ahí que defienda "sensibilizar a la sociedad para que acoja a los presos", en especial si son de procedencia extranjera y tienen el problema añadido de la falta de familia.
De su trabajo en las dos cárceles de Murcia, la de Campos del Río y Sangonera la Verde, la hermana Josefa resalta la "impotencia y el desgarro" con el que termina muchas de las jornadas, y subraya las enseñanzas que recibe a diario de los presos. "La cárcel es porosa, y lo mismo que se filtra la droga se filtra la alegría, el respeto, la solidaridad y el perdón. ¿Cómo es posible que den lecciones de agradecimiento, acogida y compañerismo personas que están en esa situación?", se pregunta.
Comparte con el padre Antonio la constatación de que los presos tienen, en general, un acercamiento "bárbaro" a la religión. "Se enganchan a la fe, este año por ejemplo tenemos treinta personas para confirmación en Sangonera, porque si algo hay que sobra cuando se está preso es tiempo, y ellos tienen mucho para pensar y cambiar de actitud".
Cree que el trabajo penitenciario "engancha" porque "te acogen muy bien" y, a demanda de los propios presos, se está preparando académicamente y trabaja en la formación de un equipo técnico para impartir en un futuro cercano programas de "justicia restaurativa" porque, según subraya, "ellos necesitan pedir perdón, restaurar, y las víctimas necesitan saber por qué les ocurrió a ellos".
"La restauración del daño es una liberación para el que ha cometido un delito y tenemos que buscar a las víctimas para que los perdonen", concluye.
Tanto el padre Antonio como la hermana Josefa aseguran que el trabajo en prisión "genera gusanillo", algo que corrobora Nila Fernández, una vecina de Espinardo de 73 años que empezó hace una década a trabajar con presos de Campos del Río al escuchar al párroco hablar sobre la falta de voluntarios.
"Ellos necesitan 'el estar', la escucha, la comprensión, y sentirse entendidos porque han hecho tanto daño y han generado tanto dolor que sienten que no se puede confiar en ellos", explica esta mujer, curtida en engaños constantes, robos y artimañas de todo tipo de su hijo, adicto a la droga durante dos décadas, que le han servido años después como un "plus" para ayudar a los que ahora están encarcelados.
Según cuenta, cuando los presos se enteran de su experiencia personal y sienten que es totalmente capaz de entender el sufrimiento de sus madres se produce una "conexión y una empatía difícil de explicar con palabras", y así, en decenas de ocasiones, le reclaman que "hable con sus madres y les pida por favor que les entiendan".
"Los presos sólo quieren ser entendidos y escuchar ¡eres capaz de salir de aquí, claro que puedes!", exclama antes de concluir: "siempre merece la pena estar y siempre se sale muy feliz de la cárcel porque ellos, a pesar de sus mentiras continuas, de los sobresaltos y de que tratan de 'llevarte al huerto', dan mucho, mucho más de lo que reciben de los que estamos fuera".