Como humana que surca los procelosos mares de la treintena, estoy acostumbrada a navegar con calma situaciones de auténtico horror: resacas de tres días, misteriosos dolores de espalda, cremas con retinol para abordar ‘los primeros signos de la edad’, charlas de sobremesa sobre hipotecas o reservas ováricas, una misteriosa plenitud del alma al saber que tienes la cocina recogida y las ofertas del supermercado bajo control… Sin embargo, hay un asunto que produce en mí pavores de alto voltaje, un temor que me mantiene en vela y logra que me invadan los sudores fríos. Ese escalofrío que me recorre la espalda tiene un nombre: el pánico absoluto a convertirme en una de esas personas que desprecian sistemáticamente los gustos, usos y costumbres de las nuevas generaciones. Siento estupor ante la posibilidad de transformarme en un señor gruñón que grita a las nubes y considera que la muchachada solo goza con la bazofia. Delimitados los contornos del peligro, ¿qué vías de escape resultan efectivas para no verte un día refunfuñando al tuntún sobre el universo moderno?
Qué casualidad, por cierto, que las mejores bandas, la buena literatura y las películas ‘de verdad’ surgieran precisamente cuando esas gentes abonadas al malhumor y el cinismo atravesaban su veintena. Y qué casualidad también que los únicos creadores que siguen valiendo la pena son los mismos que en esa época dorada. ¡Menuda suerte! Justo en los años en los que los gruñones y sus coetáneos estaban definiendo los contornos de su personalidad, formándose un criterio con el que narrarse a sí mismos, había esplendor en la esfera pública. Fue ir sumando velas a su tarta de cumpleaños y que la decadencia invadiera el panorama cultural.
El discurso apolillado es facilísimo: lo tuyo era vanguardia, todo lo que ha venido después ha sido mediocridad y estulticia. Lo tuyo era autenticidad, lo de ahora es un sucedáneo frívolo. La juventud se pierde, borregos adocenados, vagos insustanciales. Se merecen una enmienda a la totalidad. No como tu pandilla de los 25, las mejores mentes de Occidente, un ramillete de floridos intelectuales. Todo lo que escuchan los adolescentes es ruido… excepto lo que tú escuchabas de adolescente. Ya no se hacen canciones como esas (quizás porque justamente esas ya se hicieron en su momento, pero no desviemos el tema).
Hay una tira de Mafalda a la que regreso a menudo: un anciano se cruza con un hippie melenudo y grita escandalizado: "¡Esto es el acabose!", a lo que la niña santa patrona de todas las niñas repipis replica: "No exagere. Solo es el continuose del empezose de ustedes". Pues eso. Criminalizar y tratar con condescendencia a las generaciones posteriores es un clásico vital que se va repitiendo de década en década. Más o menos igual que pensar que tus predecesores son unas antiguallas andantes que no tienen ni idea de nada y a las que toca meter cuanto antes en el cajón del olvido o considerar que cada paso que das es el descubrimiento del Mediterráneo.
Como el adanismo postadolescente me pilla ya tarde, mi preocupación está al otro lado del tablero. Especialmente, porque la actitud de menosprecio automático a las manifestaciones artísticas que triunfan entre la chavalada la veo en gente que apenas me saca unos años. ¿Es mi futuro inmediato e inevitable ese rictus de soberbia autocomplaciente que observo en los puretas atrapados en 1968, 1988 o 2008? ¡Me niego! Se impone, pues, buscar antídotos contra esa evolución en cascarrabias que echa pestes de un mundo que le resulta ajeno; fórmulas para dinamitar las trincheras edadistas que nos aíslan. Si tengo que elegir, aspiro a emular a Agnès Varda en Caras y lugares: siempre dispuesta para la maravilla, para lo inesperado, siempre chapoteando en preguntas inquietas y no en peroratas solemnes.
La demonización de la muchachada va de la mano de otro fenómeno perturbador: la nostalgia almibarada y acrítica. Porque los mismos que rebuznan contra los ritmos de 2022 comparten vía Facebook, Instagram o Whatsapp (según el año de nacimiento) ñoñísimos textos en los que se reivindican como "la última generación que tuvo una infancia de verdad". En la actualidad hay unas tres generaciones clamando por ese título, erigiéndose en el reducto de los buenos valores, los auténticos guardianes de las meriendas de pan y chocolate. Espero que algún día solucionen esa disputa quedando en un descampado para pegarse. Paradójicamente, estos nostálgicos que añoran los tiempos en los que los niños iban sin cinturón en el coche (y hasta se enorgullecen de ello porque ‘entonces no había tanta tontería’) son los que lloriquean sin cesar sobre los traumas de la ‘generación de cristal’, esa que ‘no aguanta nada’. Escandalizados, declinan una y otra vez los delitos de esos mozalbetes debiluchos en todas las tribunas a las que tienen acceso (que no son pocas).
La creencia empalagosa de que cualquier tiempo pasado fue mejor resulta paralizante y acaba arrojándonos a abismos reaccionarios, pero ¿significa eso que tenemos que abonarnos a ciegas a cualquier tendencia que arrase en las pantallas de los zagales? Pues claro que no, cariño. Puede no gustarte ese artista, no comprender la estética de quienes acaban de superar los 18 o no verte atraído por la jungla tiktokera. Puedes seguir cultivando las mismas pasiones que llevas cultivando durante las últimas décadas, no van a obligarte a renegar de tus ídolos y adorar a otros becerros.
Aquí hace su aparición la derivada más evidente: saberse desfasado enmohece el espíritu. A nadie le gusta sentir que se ha quedado atrás, que los fenómenos culturales ya no le interpelan, que hay otros mundos bullendo sin contar con su aprobación. Supongo que esto es especialmente difícil cuando durante un tiempo has sido la medida de todas las cosas: para quienes llevan una existencia entera habitando los márgenes, no sentirse identificado con el mainstream no es una sorpresa, tienen claro que no es ahí donde van a encontrar representación.
No se trata de forzar filias (de hecho, qué incómodo ver a alguien fingiendo compartir los códigos de una juventud a la que no pertenece, como esos anuncios de yogur en los que los actores rapean y todo exuda vergüenza ajena), sino de continuar ejercitando el músculo de la curiosidad. Interesarte por ese universo de contextos que se mueven con un compás propio. Explorar. Asomarte a esos estanques y poder decir con toda la tranquilidad que no es para ti, incluso que no acabas de entender sus coordenadas, pero que ole por la chavalería que menea a gusto el bullarengue. En cualquier caso, demos una oportunidad al optimismo: ¿y si te embarcas en esa expedición a la novedad y descubres que sí que conectas con algunas de las piezas edificadas en un entorno generacional ajeno? Qué estimulante hallar ecos en las ideas y anhelos de humanos ubicados en otros tramos de la pirámide poblacional, saber que esos vínculos pueden existir sin importar en qué consistían sus puñeteras meriendas.
Si a pesar de todo, estimado lector, decides seguir denigrando los gustos de la muchachada, solo un apunte: esos jóvenes tan decadentes y adocenados no son millennials. Los millennials estamos ya con problemas lumbares. Tus enemigos postadolescentes ahora son los Z, dirige hacia ellos las tribulaciones, que nosotros ya hemos tenido bastante. Cuando uno se pone a demonizar, al menos ha de hacerlo con rigor.