Llevo muchos años escribiendo artículos quincenales. Quizás pueda parecer una tarea sencilla sentarse delante del ordenador a escribir sobre cualquier cosa, pero al cabo del tiempo es complicado encontrar sobre qué escribir (para no repetirte demasiado) y qué enfoque dar que sea mínimamente original. Hace unos cuatro meses empecé a escribir mensualmente. Pensé que me sería más fácil encontrar temas, que se me acumularían las ideas, pero curiosamente ha ocurrido lo contrario: desde que solo escribo un artículo al mes nunca sé de qué hablar.
Tras pensarlo, he llegado a la conclusión de que cuanto más se espacian los artículos menos atención presta mi cerebro a esta tarea. Antes siempre estaba atento. El tiempo apremiaba y desde el minuto uno después de enviar mi texto estaba alerta, inconscientemente alerta para encontrar un nuevo tema. Ahora lo envío y como sé que todavía queda mucho tiempo para escribir el siguiente, sin poder evitarlo me relajo. Y esa relajación es similar a cuando estás corriendo y te detienes unos segundos. La vuelta a la carrera nunca es tan cómoda como si hubieses seguido: las rodillas se resienten, notas el cansancio… O cuando vuelves al trabajo después de las vacaciones de verano. Resumiendo: era más fácil estar metido en la producción constante, sin momentos de descanso en mi atención cazatemas.
Este hecho en principio paradójico (tengo más tiempo y menos ideas) me ha hecho reflexionar mucho. Primero, en el tema obvio de cómo las rutinas, los bucles, el trabajo constante, nos ayudan a sobrellevar las miserias de las rutinas, los bucles y el trabajo constante. Es una tristeza pero tenemos pánico a los espacios en blanco, a esos momentos para pensar sobre nuestra vida, para relajar nuestros músculos, para dejarnos llevar por la nada. Acaban en bajones y dolores así que llenamos todo nuestro tiempo, a veces, si nuestra vida no tiene excesivas pasiones o hobbies, con más trabajo. Todo para no detenernos y que nos alcance ese cansancio, ese dolor, esa reflexión que corre tras nosotros desde hace años.
Todo para no tener esa conversación con nosotros mismos.
La segunda cosa que he pensado es que nunca sabes dónde acaban los caminos que toman. Lo que parecía una forma de hacer más sencillo mi trabajo de articulista ha acabado siendo todo lo contrario. Nunca podemos predecir qué ocurrirá cuando tomamos una decisión así que la conclusión es de cajón: haz lo que quieras, luego ya se torcerá para donde tenga que torcerse. Las grandes oportunidades suelen tener letra pequeña y los cambios locos nos llevan a menudo a lugares insospechados. El miedo nos hace ser conservadores y quedarnos parados pero es absurdo hacerle caso.
Nunca la decisión mala es tan mala ni la buena tan buena.
Por último, he estado pensando en que cada mirada se fija en cosas diferentes y por eso en ocasiones es difícil entendernos con nuestros semejantes. En mis talleres de escritura, al hablar del narrador y de los personajes incido mucho en lo que ve cada uno. Si varias personas entraran en esta sala, digo a mis alumnos (sobre todo a mis alumnas, pues suele haber más mujeres), se fijarían en cosas totalmente distintas. Un peluquero quizás se fijara en los cortes de pelo así como una diseñadora de moda en la ropa. Una psicóloga en el lenguaje corporal de los presentes y alguien recién divorciado en qué compañeros tienen posibilidades de ser una conquista a primera vista. La feminista militante opinará que en la clase se han leído pocos textos escritos por autoras y el ególatra pensará que el profesor ha prestado poca atención a sus grandes aportaciones. La doctora verá un posible melanoma en la mancha de su compañero de al lado y el chico del fondo mirará con resquemor al que está sentado en frente porque le recuerda al adolescente que le pegaba siempre a la salida del colegio. Así hasta el infinito, en detalles grandes pero también en pequeños. Y estos son ha menudo los que más confunden pues creemos que vemos lo visto y nos engañan los matices.
Cada persona tiene unos accesos directos abiertos en el escritorio de su mirada. De pronto alguien que lleva años sin reciclar decide que es importante para el planeta y empieza a juzgar a todo el mundo que no recicla como insolidario o egoísta. Otra persona que acaba de dejar a su pareja se empeña en dar lecciones a todos sobre la necesidad de abandonar algo que no te llena. Tras varios años en una relación que no funcionaba no ha entendido que cada persona tiene sus tiempos, necesidades, prioridades… Somos tan cortitos de miras que creemos que nuestras certezas y miradas sobre las cosas deberían ser las de todos. Y si no, es que los otros son poco inteligentes. Nos cuesta entender que las variables que configuran la visión del mundo de cada cual son muy diferentes. Que sus equilibrios no pueden ser como los nuestros. Minimizamos diferencias tan grandes como el dinero, el tipo de trabajo, la soledad, la presión del tipo que sea o los problemas personales a la hora de tomar decisiones vitales. Nos falta empatía, por eso nos sorprende que la gente no vea las cosas igual que nosotros. Pero no, nadie verá nunca nada igual que nosotros. Miramos lo mismo pero vemos cosas diferentes.
Así que deberíamos aprendernos este mantra: menos juzgar y más acompañar.
Es raro encontrar a un gran hombre que no haya sido criminal a su manera. De Julio César a Napoleón. Si figuras entre los vencedores, todo te será perdonado, pero ¡ay de los vencidos! No habrá piedad con ellos.