MURCIA. La película Luca (Pixar) puso en el foco un lugar de Italia diferente, repleto de casas de colores, calles estrechas, localidades enclavadas en acantilados y una vida pausada. Ese lugar es Cinque Terre, del que ya me habían hablado y que volvió a mi mente en esos días que te preguntas: ¿dónde voy en verano? Y casi sin darme cuenta estaba comprando los billetes de avión a Milán y viendo el modo de llegar a este pequeño rincón de la costa de Liguria. Desde entonces he ido preparando el viaje para tener una ligera idea de qué hacer una vez esté allí, pero me da la sensación de que no es un destino de marcar tics, sino de vivirlo y disfrutarlo pausadamente. De hecho, solo tengo dos cosas claras: mi base de operaciones será La Spezia, y mi modo de transporte, el tren. Sí, porque desde hace diez años el tráfico rodado está prohibido para conservar el lugar, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997.
El día ha llegado. Estoy apurando las últimas horas en Milán, antes de coger el tren que me lleva a La Spezia (el precio del billete oscila entre los diez y los veinte euros si los compras con antelación). La estación está repleta de personas y son muchas las que, como yo, esperan el tren que acerca a la puerta de entrada de Cinque Terre. Las tres horas de trayecto pasan relativamente pronto y llego sobre las 22:30 horas, pero las terrazas están repletas de personas, disfrutando de las largas noches de verano. El ruido del traqueteo de la maleta despierta la curiosidad a más de uno, que me mira de reojo. Quizá juzgo pronto, pero me da la sensación de que este es un lugar en el que hospedarse y poco más. De todas maneras, mañana, con la luz del día, espero tener una mejor impresión, porque hoy mi cuerpo solo me pide una cosa: descansar.
Madre mía si mi intuición era buena. Aquí solo hay turistas y, al llegar a la estación, hay una cola inmensa para comprar el billete combinado de tren que recorre los cinco pueblos de Cinque Terre: Riomaggiore, Manarola, Corniglia, Vernazza y Monterosso al Mare. No exagero si digo que tardo más de una hora en llegar al mostrador para adquirir la Cinque Terre Card de tres días, que incluye los trayectos en tren y los senderos por el Parque Nacional Cinque Terre —el precio es de 47 euros—. La verdad es que me quedo sorprendida al saber que también hay que pagar si quieres usar los senderos que unen entre sí las poblaciones.
Cuando adquiero la Cinque Terre Card —es nominativa— siento que tengo un pequeño tesoro. Tanto, que la cojo con fuerza esperando a la sombra la llegada del tren. Me sorprende gratamente comprobar que la frecuencia de los trenes no supera los diez minutos, algo que evita que maldiga a los cuatro vientos si pierdo el tren en mis narices o no arrepentirme si lo dejo pasar al ver el andén hasta los topes. Por las noches es más complicado porque la frecuencia es mucho menor y el último tren es sobre las 23:00 horas —según en qué pueblo estés—.
Riomaggiore, la capital de Cinque Terre
La primera parada para ir adentrándome en el encanto de Cinque Terre es Riomaggiore, considerada su capital por ser la más poblada. Al bajar del tren sigo a la hilera de personas y, al alzar la vista, me veo en una postal: una pequeña plaza rodeada de casas de colores con persianas verdes y fachadas decoradas con la ropa de los tendederos, en ese increíble equilibrio de las casas, que parecen descolgarse de la roca. Un hombre mira el gentío y yo le miro buscando la paz que él encuentra desde las alturas.
Una calle estrecha de escaleras altas llama mi atención y accedo por ella para, sin darme cuenta, ir perdiéndome por sus laberínticas calles hasta llegar a la iglesia de San Juan Bautista. Desde aquí diviso la población, construida a lomos de un barranco que mira al mar, y que descansa rodeada de viñas. Me fijo en las casas que, en su mayoría, tienen dos accesos: uno inferior y otro del lado de la montaña, al segundo piso, que servía como salida de escape en caso de incursión sarracena, habitual en los pueblos de Cinque Terre. El mar me atrae, pero antes decido visitar el castillo de Riomaggiore y el santuario della Madonna di Montenero, famoso por sus frescos del siglo XVIII y su mirador.
De las montañas al mar, porque vuelvo a perderme por esas calles pintorescas, a impregnarme del olor a mar y de esos puestos de pescado frito que sirven en conos. Un olor que me abre el apetito y me lleva a comprar uno. Lo saboreo de la manera que más me gusta: sentada en los escalones de una de esas calles estrechas en sombra, tomando una cerveza, ajena a lo que ocurre en la plaza. De postre decido regresar a una heladería que he visto y que… ¡mamma mia! De los mejores helados que he probado en mi vida. Tanto, que hasta me hago una foto en el banco que hay en la fachada, inmortalizando un momento que, por entonces, no supe que sería tan importante y que, hoy, sigue haciéndome muy feliz.
En esa explanada se recoge la esencia pesquera de Riomaggiore, abrazado por las montañas pero acariciado por ese mar en calma. Las barcas se sitúan en ambos lados y los pescadores las limpian para salir a faenar. Las rocas de ese pequeño puerto son utilizadas por los turistas para refrescarse. Yo decido acceder a ellas para buscar una foto de este pueblo de postal desde el mar y ahí me quedo un rato, observando lo que ocurre a mi alrededor, disfrutando de los pequeños momentos y sonriendo de lo afortunada que soy por estar aquí.
Manarola y su relación con el mar
Mi idea era caminar por el sendero de la via dell’Amore para llegar a Manarola, pero por culpa de unos desprendimientos está cerrado —lo abren en 2023— y debo ir en tren. A la localidad accedes por una especie de túnel que termina en la concurrida vía Antonio Discovolo, que lleva a la parte alta o baja del pueblo. Es una de las calles más pintorescas de la población, con heladerías, tiendas de productos locales y lugares para picar algo en improvisadas terrazas —a veces son simples taburetes—. Y sí, con casas de colores encajadas en la roca a ambos lados, dando ese encanto tan único que tiene Cinque Terre.
Decido empezar por las alturas, donde se sitúa la iglesia de San Lorenzo y su campanario que, separado del edificio, era usado como observatorio para alertar sobre la llegada de piratas. En los alrededores hay un sendero que indica la dirección hacia Corniglia. Si tienes tiempo, puedes hacerlo completo y llegar hasta la siguiente población o hacer un tramo de la ruta para disfrutar de las increíbles vistas de la localidad fundiéndose con el mar. Esta última opción es la que hago y, desde aquí, te das cuenta cómo Manarola está construida sobre una alta roca a setenta metros de altura que no impide que, mágicamente, logre relacionarse con el mar.
Ya de regreso al pueblo retomo la calle principal y voy acercándome a ese mar que luce un azul intenso casi hipnótico. Allá está su puerto pesquero y el bullicio: personas como paparazzis haciendo fotos —aquí me incluyo—, otras tomando el aperitivo y otras preparadas para tomar el sol en los recovecos más extraños de esas rocas que rodean el puerto. Se escucha ya algún chapuzón de quienes deciden tirarse al mar desde las rocas altas.
Después de disfrutar del entorno sigo el sendero que recorre la otra parte de la localidad, buscando la foto que he visto tantas veces en internet cuando ponía «qué hacer en Cinque Terre». Unas vistas que me encuentro cuando el sol comienza a caer, enamorándome en mi primer día visitando la zona y con solo haber recorrido dos de los cinco pueblos que lo componen. Menos mal que opté por estar más días por aquí porque ya tengo curiosidad por saber qué me espera en Corniglia, Vernazza y Monterosso al Mare.