CARTAGENA. Desde el cerro de los Moros, el general Escipión dirigió la conquista de Qart-Hadast. A su llegada a la ciudad, Escipión plantó su campamento en la zona, próxima al recinto urbano, donde hoy se alza el barrio de Santa Lucía, al pie del Cabezo de los Moros o ''Tumulus Mercuri'.
Asentada ya Cartago Nova, los conquistadores romanos supieron vislumbrar la perfecta ubicación del actual barrio de Santa Lucía, popularmente conocido como ‘La Isla’: una bahía protegida del mal tiempo, con aguas quietas y unas condiciones perfectas para salir a navegar. De ahí que la zona se llegara a constituir como una parte del asentamiento, un pequeño enclave portuario que se convertiría, con el paso del tiempo, en barrio residencial para grandes personajes de Cartago Nova.
La evolución de Santa Lucía fue exponencial: llegó a tener hasta un Ayuntamiento propio en el año 1842, y mantiene entre sus calles, plazas y esquinas algunos de los elementos que la han convertido en el barrio marinero por excelencia de la ciudad. Santa Lucía, ahora, en plena pandemia, en pleno siglo XXI, trata de sobrevivir para no perder ese olor a mar de la que siempre ha estado impregnada.
Mantiene una población que ronda los seis mil habitantes y hay elementos inconfundibles en su paisaje: la Iglesia de Santiago Apóstol, la Lonja del pescado -La Pescadería-, la Fábrica del cristal inaugurada en 1834 o el popular Pinacho (un respiradero de una canalización de agua) construido en 1762 y que, desde entonces, permanece erguido como un elemento esencial en la historia del barrio.
Santa Lucía se despereza en una época de incertidumbre y desasosiego; trata de mantenerse a flote, a pesar de que el tiempo no ha sido benévola con sus calles, plazas ni su porvenir: vivir en el barrio hace medio siglo era un lujo y ahora es un sentimiento de casticismo, arraigado entre sus habitantes y de aquellos que se marcharon tras un lento proceso de retroceso de la zona.
Sus vecinos, que perciben cada día la brisa del Mediterráneo, el olor a sal y a pescado, viven, paradójicamente, de espaldas al mar, a ese mar que es la razón de ser del barrio y que ahora apenas perciben con sus ojos. Solo unos privilegiados, los pescadores, la mayoría nacidos y habitantes del barrio, disfrutan de sus quehaceres diarios junto al mar: para el resto queda tan cerca y tan lejos a la vez, que lo convierte en un absurdo contrasentido.
Y es que la Terminal de Contenedores es "un cáncer para el barrio", dice con absoluta franqueza David García, el presidente de la Asociación de Vecinos. "Ha impedido el desarrollo y la revitalización de la zona", añade. Cuando el muelle comercial se traslada aquí varios lustros atrás, Cartagena consigue abrirse; Santa Lucía se convierte "en un guetto", añade el mismo presidente.
La relación entre los vecinos y la Autoridad Portuaria de Cartagena ha estado salpicada de amor y odio, que no han beneficiado a su desarrollo. Unas migajas, como ellos consideran la aportación, no es suficiente. "Años atrás hasta teníamos una pequeña playa donde disfrutar", sí, ahí enfrente, donde gigantescas grúas apilan metros y metros de contenedores que tapan la vista del azul marino y el sonido del agua con el ensordecedor motor de las maquinarias. "No vamos a cejar en nuestro empeño de ver Santa Lucía abierta a nuestro mar", reclama David.
Allí, junto al presidente, en la Plaza de la Constitución, Concha, Basi, Lola, Antonia, Encarna y Angelita mueven el cubilete y las fichas del parchís, con la misma habilidad de Messi cuando agarra el balón. Aquí se juntan ellas y algunas amigas más del barrio -Pepi y Rosi, por ejemplo- para pasar la siesta mientras el buen tiempo acompañe. "¿Qué voy a decir yo de Santa Lucía si es mi barrio desde que nací?", dice Concha, que ya ha cumplido los 80 años. "Vivimos muy bien: tenemos buen tiempo, el mar aquí al lado, la iglesia o el barco: nos gusta todo", apostilla Lola. ¿Qué más se puede pedir?
Carmen Martínez, propietaria desde hace casi 20 años de la tienda Multiprecio La Isla, en plena Plaza Molina, nos explica que la crisis ha tocado muy de lleno el barrio, por lo que necesitan "un poco más de cariño" de los que mandan y "otro poco más de sentido de responsabilidad" de los que viven en el barrio. Y es que hasta el autobús turístico, que va camino de Cala Cortina, ignora a Santa Lucía.
"Estamos en una zona estupenda: tenemos la playa a dos kilómetros, el puerto aquí al lado, la salida de la ciudad y el hospital. Ya le gustaría a cualquier otro barrio esta ubicación", añade Carmen, quien se lamenta, por contra, que "se están metiendo cosas en el barrio -robo y consumo de droga- que no nos gustan y esto lo echa a perder todo".
"Vivo de maravilla", añade, por su parte, María José, propietaria del Bar Paraíso, un poco más arriba. "Si no fuera por la delincuencia que empieza a destaparse, sobre todo por la noche, creo que nadie podría tener queja de dónde estamos".
Los problemas, sus problemas, no son muy diferentes a los de cualquier otro barrio de cualquier otra ciudad, más aún cuando el mar toca su costa, sin embargo, Santa Lucía tiene un sabor, un olor diferente y un sentimiento diferente.
Pegado a Santa Lucía, se yergue la barriada de Los Mateos. Ya saben aquello de "cría fama y échate a dormir". Pues sí, chabolas y casas a medio fabricar se entremezclan en el espacio y el tiempo con las viviendas de familias, que luchan cada día por disfrutar de su vida y la de los que les rodean y hacerlo de la manera más honrada posible.
Cati, María, Mari Ángeles y los dos Franciscos forman parte de una asociación vecinal que pelea por arrebatarle a su barrio de ese 'sambenito'. Más que ellos, no hay nadie que sea consciente de los graves problemas que padecen -robos, delincuencia, drogas y broncas no son nuevas aquí-, pero saben convivir y superar este lastre para estimular a niños y mayores en la conviencia y el desarrollo del barrio.
Piden que les escuchen cuando hablan, que no intenten engañarlos con falsas promesas. "Hay muchos problemas de seguridad y queremos policía de proximidad, más cercana, que inviertan en nuestras calles, nuestros contenedores, jardines o nuestros solares" reclama María, la voz cantante cuando toca hablar de reivindicaciones. "Solo esperamos que aquel prometedor Pacto Local Participativo para la prevención de la exclusión social, en el que decían que se iban a gastar 1,5 millones de euros lleguemos a verlo nosotras".
Después de tantos años, Rascasa sigue más viva que nunca. Esta asociación actúa en los barrios de Santa Lucía, Lo Campano, Barriada de Santiago y Los Mateos, por y para la implicación de los vecinos. "El objetivo es ser lo menos necesarios posibles, que los vecinos sean lo más autónomos posible", dice Irene Hernández, orientadora laboral y Coordinadora del Área de Inserción.
Por ello, la formación integral para jóvenes y adultos, y la dinamización, con una participación activa y comunitaria, son los ejes, junto con la inserción, de la asociación, ubicada en plena barriada de Los Mateos.
Destaca que la elevada tasa de paro y el absentismo escolar les hace prestar mucha atención a la formación y a la búsqueda de herramientas para fomentar el empleo. "Nos henos convertido en una pieza clave, pero sin ellos y su implicación, nosotros no tendríamos sentido", añade Hernández.
Se han convertido, además, en ese nexo de unión entre la administración y el vecino: gestiones como la tarjeta del paro, acudir al Sepe o completar una solicitud ante Servicios Sociales, son el día a día de Rascasa. Capaces de atender a cerca de 900 personas anualmente, este equipo integrado por 17 personas apuesta porque niños, jóvenes y mayores "puedan tener las mismas oportunidades, formación y desarrollo personal", que cualquier otra persona, de cualquier otra zona de la ciudad. "Llevan tanto tiempo olvidados, que sentirse partícipes de algo es necesario para su desarrollo personal", apostilla, finalmente, Irene.