Sin entrar a fondo en las actividades del CESID y CNI tras sus pasos, la serie documental sobre la totanera Bárbara Rey describe a un rey Juan Carlos frío, aprovechado y que tenía la desfachatez de dejar que ella, su amante, corriera con todos los gastos cuando se producían sus encuentros
MURCIA. Hay gente que ha tenido tanta cultura en casa, solo veía películas buenas, solo leía libros importantes, que no sabe en qué mundo vive, es muy inculta con respecto a la realidad que le rodeaba. No es que vaya a defender las revistas del corazón como la mayor fuente de saber universal, pero docu-series como Una vida Bárbara, en Netflix ahora mismo, demuestran que la cultura popular, bien presentada, está llena de lecciones vitales e historias e intrahistorias con argumentos mucho más poderosos que cualquier guión de Hollywood.
Para mí, lo más llamativo que se cuenta en esta serie es una modificación o corrección al Sálvame Deluxe en el que se dedicó un tercio del programa a la muerte de Ángel Cristo. Aquí, al margen del contenido truculento derivado de la adicción a la cocaína del domador de fieras, se apuntó a que tuvo tantos celos de estar con una mujer tan llamativa y conocida como Bárbara, que eso le llevó al pozo sin fondo del consumo. Tal y como lo cuentan aquí, fue bien distinto. Él tuvo celos desde el primer momento, pero eso solo le llevó a maltratarla, las adicciones llegaron por los dolores de su problema en la columna vertebral, y vinieron de la recomendación o malos consejos de otro profesional del circo.
Es un cambio importante en la versión, porque la otra podía empujar a entender sus excesos, que no comprender, y el maltrato. Sin embargo, esta otra historia muestra a un maltratador de libro. Y como punto morboso, su mujer fallecida, Renata, cuyo hueco no pudo llenar con Bárbara, aunque la puso a realizar en el circo los mismos números que ella. Una trama que hemos visto en mil y una películas. Me viene a la mente con cariño Melrose Place, cuando Peter se lo hace a Taylor, hermana de su fallecida esposa.
Ciertamente, los profesionales del corazón que aparecen tienen opiniones favorables a la protagonista y, el resto de testimonios, son de ella, con lo que los puntos más sensibles de la docu-serie hay que leerlos entre líneas, interpretarlos o directamente no fiarse mucho de ellos, pero nada de eso quita que haya entretenimiento a punta pala.
Hasta tal punto su peripecia es rocambolesca, que la relativa a la corona, la más importante, casi pasa desapercibida. En inicio, el rey Juan Carlos inició una relación con ella por ese método tan ordinario de verla por televisión y decir: “quiero”. No hubo nada de particular en esos encuentros, salvo que Bárbara revela que su carrera profesional se hundió sin solución por una mano negra que la expulsó de los focos.
La actriz totanera apoyó ciegamente a UCD, le puso su rostro a las siglas, y no solo no se le agradeció, sino que le costó salir de la parrilla, que entonces solo había una y la controlaba el Gobierno de turno con mano de hierro. Todo esto entra dentro de las peleítas y miserias que nunca podremos conocer bien completamente, pero lo relativo a un diamante que Bárbara compró en un casino a un ludópata desesperado y que se lo acabó comprando, a su vez, Juan Carlos a ella por un precio muy por debajo de su valor, aprovechando que ella estaba necesitada económicamente tras la bancarrota de su familia, es bastante sofisticada. Con que solo lleve la mitad de la verdad ya merece la pena imaginarse los escenarios.
Tenemos que entender que por ese motivo, tras sobrevivir al maltrato de Ángel Cristo y recuperar su autonomía, cuando volvió a mantener relaciones con Juan Carlos, había algo de venganza, de qué hay de lo mío. Bárbara no dice que urdió un plan para extorsionarle, pero deja detalles sobre lo tacaño de Juan Carlos que prácticamente nos ponen tras la pista. Dice, y para mí es lo más divertido, que cuando el rey iba a su casa, ella le preparaba la cena, siempre con los mejores productos cárnicos y vitivinícolas, y él no ponía un duro al bote. Cenaba y comía siempre de gorra y la mujer que proveía estaba sin trabajo, precisamente, por su culpa.
Y es ahí donde aparece València. Para hacer frente a los pagos, el rey habría tenido que recurrir a amigos empresarios, así se reveló en el Salvados que entrevistó a Alberto Saiz, ex director del CNI, y al dinero de los valencianos, estos pagando de forma involuntaria e inconsciente a través de Canal Nou. Televisión que, según se da a entender, sirvió para estos fines en más de una ocasión.
Las supuestas relaciones lésbicas con Chelo García-Cortes, tan vendidas en los platós, quedan en casi nada, pero a propósito de ese tema, se hacen también grandes revelaciones. Bárbara, en la época del destape, protagonizó junto a Rocío Durcal Me siento extraña, en 1977, una de las primeras en tocar el tema. Me ha parecido alucinante que la cinta tuviera fans en Alemania y hasta souvenirs en las tiendas LGTB como fetiche de culto.
En la película Rocío Durcal es una pianista que abandona su hogar por los malos tratos de su marido. En la realidad, la actriz tuvo “un accidente” en el que supuestamente se cayó en la ducha y se rompió la mandíbula. Bárbara dice en su docu-serie que esa versión era falsa, que a ella le confesó la verdad. Solo hay que unir por la línea de puntos lo que pasó, pero ahora que los protagonistas están muertos y los tiempos han cambiado, desde un lugar tan privilegiado como esta serie documental se podría haber explicado todo con nombres y apellidos. Pero Bárbara dice: “Yo nunca en la vida lo hice público, ni lo conté, ni lo contaré jamás”.
Y es por eso que, aunque las líneas maestras de la trama son fascinantes, más aún verlas con tanta imagen de archivo, Bárbara hace este número con red, sin riesgo ninguno, ni aristas en su contra, lo cual es normal, pero dejan mucho margen, demasiado, para que sigamos cotilleando. Es lo que tiene la vida pública, miedo al vacío, y todo hueco se rellena con elucubraciones, maledicencias y, sobre todo, cachondeo. No creo que nos haga más inteligentes este fenómeno, pero igual ha explicado más sobre la vida todas estas décadas que sesudos ensayos cherry picking de ese género de autoayuda que llaman “la cultura”.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame