La gota fría ha golpeado con tanta fuerza que nos ha dejado a casi todos en estado de shock. Y, sobre todo, ha dejado municipios en los que viven cientos de miles de personas absolutamente devastados. Los muertos han superado los dos centenares, y nadie puede aventurarse a hacer una estimación de cuántos serán. Las carreteras, los garajes, incluso las plantas bajas de las viviendas de algunos municipios, se convirtieron en trampas mortales para muchísima gente que, o bien no sabía lo que estaba pasando, o intentó huir en sus vehículos o salvarlos de la inundación.
La mayor parte de la ciudad de Valencia no se ha visto afectada, gracias a la barrera infranqueable para el agua que resultó el nuevo cauce del Turia. Esta obra de ingeniería, desarrollada a raíz de lo sucedido en la riada de 1957, cumplió a la perfección su cometido. Pero, por desgracia, el nuevo cauce no salvó a los habitantes del interior de la provincia de Valencia y del área metropolitana, que recibieron las crecidas fulminantes motivadas por las precipitaciones. Si no se hubiera cambiado el curso del río la ciudad de Valencia habría sufrido el mismo destino que Paiporta o Sedaví, y el problema y las víctimas que tenemos ahora sobre la mesa se habrían multiplicado.
Sin duda, era imposible evitar la acometida de las aguas. Llovió torrencialmente, en una medida sin parangón en el último siglo, y además de forma sostenida, de manera que el agua siguió su curso con enorme virulencia, llevándoselo todo por delante. La mayoría de los daños materiales, sobre todo en infraestructuras de comunicaciones, en viviendas y en vehículos, no se podrían haber evitado, porque no se podía parar el agua con los recursos disponibles.
Ahora bien: las pérdidas humanas son una cosa muy distinta. Sí que se podría haber actuado antes y mejor que como se hizo. Las alertas eran muy claras desde la mañana del martes, y la cuestión es el caso que hicieron las instituciones a los datos de que disponían. La actuación del president de la Generalitat, Carlos Mazón, en ese día, me parece incomprensible. Porque es incomprensible que él y sus asesores no vieran lo que otras instituciones y muchos ciudadanos de a pie sí vieron: que la Dana era especialmente grave, que la alerta roja de Aemet no iba a ser otro aviso sin consecuencias prácticas, y que era necesario adoptar medidas. Es indefendible la no-actuación de la Generalitat, durante horas y horas, mientras se veían los efectos de la gota fría sobre las poblaciones del interior. Sobre todo, por contraste con organismos como la Diputación de Valencia, que mandó a casa a sus trabajadores a las dos de la tarde, o la Universitat de València, que anuló las clases del martes ya desde el día anterior y a mediodía cesó toda actividad.
La actuación de la Universitat de València nos muestra lo que pudo ser y no fue: miles de profesores, personal administrativo y, sobre todo, estudiantes, se quedaron en sus casas ese día. No formaron parte del flujo de ciudadanos que utilizaron medios de transporte a lo largo de la tarde del martes, ni estaban en la calle en situación vulnerable volviendo de sus clases. Ahora todo son parabienes para la Universitat, pero hay que decir que su rápida y certera decisión, que salvó la vida de muchas personas, sólo le granjeó críticas en un primer momento. En el mejor de los casos, por alarmistas y exagerados; en el peor, por vagos caraduras que se libraban de dar o recibir clase con la "excusa" de la gota fría.
Posiblemente, detrás de la inexplicable inacción de la Generalitat Valenciana, cuando es obvio que ellos contaban con datos suficientes para saber lo que estaba pasando, haya algo de ese miedo al ridículo: a pasarse de frenada con las medidas de prevención y que entonces todo el mundo criticase su "alarmismo". Es un problema genérico de la clase política, tan sometida y tan sensible al escrutinio público: son incapaces de tomar decisiones arriesgadas o que puedan suponer un desgaste en su imagen pública. Si a eso unimos la sensación de irrealidad, de que no podía estar pasando lo que estaba pasando, por parte de las autoridades, ya tenemos parte de la ecuación.
La otra parte es preguntarse por los perfiles que la Generalitat Valenciana había nombrado para los puestos de responsabilidad relacionados con esta crisis. La respuesta a esta pregunta es tan esclarecedora como deprimente: la anulación de la Unidad Valenciana de Emergencias, creación del socialista Ximo Puig, para "ahorrar", y el nombramiento de Emilio Argüeso, aún director de la Agencia Valenciana de Seguridad y Respuesta a las Emergencias, que envió una alerta a la población a las ocho de la tarde del martes alertando de algo que ya había sucedido o estaba sucediendo mientras los ciudadanos recibían la alerta en sus coches u hogares anegados. Argüeso recibió ese puesto de Mazón en premio por sus desvelos para dinamitar Ciudadanos en la Comunitat Valenciana, primero desde dentro de ese partido y después desde fuera. El director de Emergencias dedicó parte del martes, en lo que fue su último acto público, a reunirse con el jefe de Festejos Taurinos.
Desde entonces, nada se sabía de él durante días, hasta que el viernes por la mañana apareció en Twitter mostrando fotos de lo que supuestamente había estado haciendo. Y ese es justamente el problema: que tenemos una generación de líderes políticos mucho más preocupados por aparentar acciones fotogénicas que por, efectivamente, tomar decisiones que faciliten la vida de sus ciudadanos. En definitiva, gestionar, sobre todo cuando vienen mal dadas.
Una vez superados el estupor y la inacción inicial, y tras un escarceo entre el Gobierno central (que también se ha cubierto de gloria negándose a tomar la iniciativa el martes ante la parálisis de la Generalitat) y la GVA, ambas instituciones, por fin, se han centrado en la cuestión capital de organizar los rescates y afrontar la gravísima, catastrófica situación de la provincia de Valencia. En el camino se ha quedado el líder nacional del PP, Alberto Núñez Feijóo, cuya lamentable actuación apareciendo en Valencia el jueves por la mañana para sacar el ventilador y lanzar insidias al gobierno central mientras apenas habían comenzado los rescates (incluida una surrealista reflexión sobre por qué los presidentes autonómicos no pueden ni deben tomar ninguna decisión en la práctica) quedará en la memoria de muchos de los que escuchamos sus palabras.
Es muy pronto para saber el alcance de lo que ha sucedido, aunque a cada día que pasa vemos que las cosas están aún peor de lo que pensábamos el día anterior. Espero que cuando este artículo salga publicado las cosas hayan comenzado a encauzarse, al menos en lo que se refiere al abastecimiento y el suministro de agua y electricidad en los municipios más afectados. También creo que es pronto para criticar la acción de las instituciones posterior al golpeo de la gota fría, porque a ciencia cierta poco sabemos sobre la misma, salvo que hay municipios y barrios (por no hablar de vehículos y garajes) en los que aún ni se ha podido entrar apenas por parte de los servicios de emergencia. Las consecuencias, por desgracia, se extenderán entre ambas capas de la población durante meses o años. Y para muchos ciudadanos, para siempre.