Han sido 104 años entre cañicas, mojama y almendras. Se nos va uno de los bares más icónicos de Murcia, y aquí nos quedamos llorando todo lo que la covid se llevó
MURCIA. El Secretario es el bar del abuelo de mi mejor amiga. Así que en adelante, en este artículo, será tratado con amor. En su barra nos tomábamos las primeras marineras de la noche, y a veces, algún matrimonio o algún caballito. Cuando Inma tiraba las cañas, nunca faltaba la salchicha con almendras. Es el lugar donde hemos celebrado cumpleaños, Bandos de la Huerta y Navidades con los amigos de la infancia. La barra en la que hemos brindado porque menganita se casaba y en la que hemos sufrido porque fulanito estaba enfermo. El Secretario, para nosotros 'El Secre', es el bar de los bares en Murcia, porque estos asuntos se fundamentan en los recuerdos. Y entre taburetes, hemos escrito decenas de historias, como tantos murcianos de todas las generaciones, porque 104 años dan para mucho.
El Secretario es el bar del abuelo de mi mejor amiga, y nunca había escrito un artículo sobre él hasta hoy, que ha cerrado. Que me saquen la cuenta de todo lo que adeudo.
Me siento delante de Conchi, a la que conozco desde que tenía cuatro años -y me recuerdo en la puerta de su casa de la playa, preguntando si Inma podía salir a jugar-. Me dice que todo esto le da mucha pena, sobre todo por sus padres. Así lo ha contado en una carta de dos páginas, escrita a mano, que ahora corre por las redes sociales y donde explica bien lo que ha pasado. "Qué va a pasar: pues un maldito bicho que ha acabado con todo. La situación es imposible de mantener. Tenemos un negocio muy pequeño, pero en el que necesitamos a cuatro trabajadores con sus cuatro sueldos. Y si nos quitan la barra, nos reducen el aforo a 10 personas y en terraza nos dejan dos mesas... No se puede hacer frente a los gastos", lamenta. Así que la difícil decisión se adoptó durante la última semana de octubre, cuando empezaron a fijarse las primeras medidas restrictivas contra la pandemia del Covid-19.
Al arrancar noviembre, el Gobierno de la Región ordenó el cierre de la hostelería, medida que hemos visto replicarse en otras autonomías. Este artículo no trata sobre el cierre de un bar histórico de Murcia, sino de lo que está por venir en España. Pronóstico: los negocios familiares, que no son grandes, pero sí emblemáticos, y que a menudo se mantienen por romanticismo más que por rentabilidad, lo van a tener difícil para pasar el tirón.
Entonces ahí estamos, en el interior del bar, recordando tiempos mejores, cinco mujeres y un fotógrafo -que claro, también se ha echado sus chatos en la barra-. Han concurrido a la cita dos de las hijas (Conchi y Loren) y dos de las nietas (Inma y Marta) de El Secretario, que fue José Antonio Flores, fallecido hace cinco años. En esta familia, siempre ha habido un hombre por generación -primero el bisabuelo, luego El Secretario, su hijo y su nieto; todos con el mismo nombre- , pero las mujeres han dado el callo para que el negocio no decayera -la bisabuela, Inés (la mujer del secretario), las hijas (Conchi y Loren) y las nietas (Inma, Marta, Victoria y Alba)-. Hasta cuatro generaciones, que se dice rápido, y porque la quinta no ha tenido tiempo. El bar está desmantelado, sin comida ni bebida, pero la decoración no se ha tocado para que Inés, que tiene 90 años y está delicada, no se lleve un disgusto.
"Le hemos contado que está cerrado por la covid, como el resto. Pero ella, que es más lista que el hambre, ya está sospechando y ha dicho que quiere bajar a comprobarlo", dice Marta.
La mayoría de la familia sigue viviendo en San Antón, barrio obrero del centro de Murcia, en el que los bisabuelos establecieron su hogar y arrancaron un negocio de vino a granel. Era el año 1916, y allí concurrían trabajadores y militares en tiempos de guerras, así que también se practicaba el estraperlo a cambio de comida. No colgaba ningún cartel sobre la puerta: de hecho, 'El Secretario' era un apodo. Lo ostentaba el padre, por ser secretario de las 'mondas' (el responsable de organizar la limpieza de acequias), y lo heredaría el hijo, quien afianzaría la fama para toda la ciudad. Porque con 17 años, el abuelo de Inma, también conocido como Pepe 'El Nene', tuvo que ponerse al frente del negocio familiar para ayudar a su madre, que se había quedado viuda. Por entonces, el corazón de la antigua taberna era la sacristía, a la que se accedía a través de un arco, y donde se guarecían los barriles en bancadas de madera.
Cinco toneles de vino de Jumilla, que se traía en carretas, se vaciaba en el barril y se pasaba de uno a otro para que fuera cogiendo solera. Este emblemático espacio daba acceso a las cuadras y, en mitad del pasillo, era donde estaban instaladas las mesas, por si los habituales querían acompañar la espera y los chatos con un plato de michirones o patatas cocidas.
"La única vez que me he chispado fue en El Secretario", recuerda mi abuelo Antonio, que ahora tiene 88 años. "Me convencieron unos compañeros del taller -era mecánico de coches- y allí que nos fuimos después de trabajar. Me tomaría media docena de chatos, yo que sé. Y me acuerdo de volver en el coche como mareado, pero yo no sabía que era eso. Cuando fui a desabotonarme los zapatos, me caí de cabeza al suelo", relata, y su inocencia es verdadera. Entre los clientes históricos, Carlos Valcárcel Mayor, periodista afamado y padre del que luego sería presidente de la Región (Ramón). "Le gustaba venir por las fiestas de San Antón y San Fulgencio. Siempre hemos tenido la costumbre de sacarle una copa de vino y un platico de mojama al Santo, conforme pasaba la procesión por la puerta", cuenta Conchi. Y estuvo de visita Lola Flores, que venía a actuar en el Teatro Romea. "Recuerdo que quiso ir al baño, pero había un agujero, así que mi madre la subió a casa. Imagínate las caras", evoca.
El auténtico despegue de El Secretario, sin embargo, vendría en los años 60, con la cerveza mediante. "Mi padre puso, por primera vez en Murcia, un tirador de cerveza detrás de la barra, y hasta hoy. Estrella (Levante, la murciana), nos ha regalado multitud de tanques por todas las cañas que hemos servido, hubo noches de agotar hasta siete barriles", revela. Sin embargo, la reconversión de sacristía a bar no habría sido posible sin Inés. Ella venía de una familia 'bien' de Lorca, pero por amor, se lio la manta a la cabeza y se puso detrás de la barra a preparar su mítica ensaladilla con ajo. Cuando su marido cogió una depresión, debido a la muerte de un buen amigo, tiró del carro y se empeñó en mantener el negocio, que cambió de emplazamiento para mejorar sus condiciones. Corrían los 80, y se trasladaron al local de la carretera de La Ñora (ahora, calle de las Norias) donde han permanecido hasta hoy, y en el que se replicó exactamente el mismo mostrador. "Y venga, Nene, que esto hay que levantarlo".
Ha habido rachas, claro. Una etapa con el primo 'Sebas' al frente, cuatro años de alquiler a otra familia -que acabó en que casi les roban el nombre comercial- y algunos meses cerrados planteándose qué hacer, hasta que la tercera generación de mujeres salvaría los muebles. En 2009, Conchi se pone al frente. Ella dice que no se le da bien mandar, así que se rodea de un equipo de cuatro personas, se viste con el delantal y se mete en la cocina; lista para rascar la plancha y fregar los platos, que eso bien lo demuestran los dedos de sus manos. Su hermana Lorena le ayuda con la lista de la compra, pendiente de los encargos de la mañana. Y su hija Inma se siente delante de mí, en una terraza de la Plaza Europa, marinera de por medio, para contarme: "Tía, yo creo que le voy a echar una mano a mi madre. Qué me cuesta, si vivo enfrente. Así me saco dinero para mis gastos, porque encontrar trabajo de veterinaria está muy mal ahora. Y como que es algo bonico que también me apetece, ¿sabes?". Era 2014.
Inma es luz, y eso lo sabe todo aquel que la conozca. La última vez que estuve en su casa me tenía preparado un plato de salazones y un vino de Jerez; valga de ejemplo de su detallismo. Y no sabe lo mucho que su madre reconoce su esfuerzo. "Mi hija puso el bar a tope y le dio otra vida. Ya sabes como es ella, que le da palique a todo el mundo, que se fija en cómo le gusta el café a cada cual, y tiene gracia para servir la tapa. Los viejecillos, encantados con ella, y a la vez atrajo a la gente joven", explica Conchi. En una ubicación muy complicada, por cuanto están apartados de las tascas del centro, mi amiga revitalizó la carta para lograr que las tapas clásicas convivieran con los formatos modernos. Ahí seguían las salmueras y los escabeches, solo que también había tostas y montaditos, con vermú de la casa o cerveza artesanal. El local también renovó su interiorismo y se estrenó con las redes sociales.
En la carta de despedida, Conchi recordaba a los clientes históricos, como Tomás, Juan Luis o Emilio, "pero hay que admitir que los que estuvieron ahí, hasta el último servicio de la última noche, fueron los jóvenes". Le pregunto por su mejor recuerdo a María, amiga del colegio de Inma y visitante habitual del bar. "Vestida de huertana, brindando con todos mis amigos en el día del Bando. La mesa llena de cañas vacías, platos de acelgas fritas y una tapa de zarangollo esperando. Veo a Inma bailando encima de la barra cuando bajábamos la persiana y me viene la nostalgia", rememora. Al habla Antonio, nuestro amigo del grupo de la playa: "Lo mejor del bar de Inma es que era un bar acogedor, donde apetecía sentarse y zamparse cualquier cosa. Me quedo con lo más sencillo: las marineras, las cañicas y la buena compañía. Es una lástima que ya no podamos juntarnos para despedirlo como se merece".
Conchi, Inma, Loren y Marta posando para la foto. Sostienen un cuadro con fotografías de tiempos pasados, las mismas que se muestran en las paredes del local. Sin el Covid de por medio, ¿habríais aguantado el tirón? "Sin el Covid, sí sobre todo por mi madre", responde Loren. Habría sido duro, porque hablamos de un bar de barrio, que estaba abierto de 7 a 00 horas, por lo que se hacen necesarios dos turnos de camareros. Han estado, al pie del cañón, Amalio, Enrique, Antonio, León (Miguel), Javi -el novio de Inma- o Juan. Este último quería asumir el traspaso, "y se lo hubiésemos dado, porque era una persona de confianza y con mucha experiencia, pero llegó marzo". Y con marzo, el Covid, enemigo de la hostelería. Pese a todo, van a conservar el local, la sociedad y la explotación comercial del nombre durante algunos años más, aunque ya sin esperanza de que haya relevo familiar.
"Todos los jóvenes tienen sus profesiones. Marta y Jose están colocados, Victoria y Alba son médicas y madres, Inma ahora está de veterinaria y Javi ha encontrado otro trabajo. Todavía me pondría yo, pero no me da la vida con los nietos", asume Conchi. La inestabilidad por la pandemia no es halagüeña y la Administración tampoco ayuda. "Nos han puesto trabas para la terraza, más las reducciones de aforo, y si quieres hacer las cosas de forma honesta -el 1 de junio sacaron a todos sus trabajadores del ERTE-, pues lo tienes todavía peor". Visto el escenario, el legado de aquel Secretario que ponía chatos, que iba personalmente a por el vino para la sacristía, no tendrá la continuidad esperada. "No llegará a la quinta generación, solamente se lo traspasaríamos a alguien de máxima confianza, porque no queremos que el nombre se desvirtúe. Antes vendemos el local y que monten una papelería", concluyen.
Es hora de decir adiós a un pedazo de la historia de Murcia. Adiós a ese lugar donde los militares hacían sus intercambios de estraperlo y donde Inés servía langostinos 'atigrados', que la gente llamaba 'bichos'; donde mi abuelo se puso chispa hace 60 años y donde yo brindé con Antonio porque había conseguido plaza de maestro. Donde Lola Flores no pudo usar el baño jamás y donde San Antón siempre ha hecho parada para que le feliciten. Dice Conchi que, si este año salen las cofradías, levanta la persiana y le saca la tapa.