MURCIA. Son muchas las películas que giran en torno al primer amor e intentan plasmar la vorágine emocional que se siente en un momento tan intenso, pero a la vez confuso. Sin embargo, El glorioso caos de la vida tiene una particularidad que la diferencia del resto: que ese primer amor será también el último.
Milla (Eliza Scanlen, Beth en Mujercitas) tiene 16 años y está gravemente enferma. Un día, conoce a un chico con el que conecta inmediatamente. Se llama Moses (Toby Wallace, auténtica revelación) y tiene problemas con las drogas, razón por la que no será bien recibido por sus padres, Anna (Essie Davis) y Henry (Ben Mendelsohn). En él encontrará una vía de escape. Auténtico y salvaje, indomesticable, autodestructivo.
Los mundos de Milla y Moses chocarán, pero el discurso sobre las diferencias de clase se aleja de la óptica convencional. No hay intención de juzgar a ninguna de las partes, y sí de indagar en sus respectivas fragilidades. La idea de la familia acomodada perfecta se dinamita a medida que nos adentramos en las miserias de unos progenitores que se enfrentan como pueden a la idea de perder a su hija. Se medican hasta perder el sentido, se sienten culpables, confusos e intentan a toda costa contribuir a la felicidad de Milla, aunque eso les haga daño. Son seres heridos, devastados por la idea de pérdida y que han caído en el pozo sin fondo de los fármacos con receta. En resumen, todos se encuentran desequilibrados y la directora aprovecha esta atmósfera viciada para introducir un toque de excentricidad y de humor, dejándose llevar la narración por ese caos de la vida a la que se refiere el título en castellano (el original, Babyteeth, tiene que ver con el diente de leche que todavía conserva la protagonista).
Sobre el papel, El glorioso caos de la vida podría ser un culebrón indie con reparto de lujo. Y en cierta forma lo es, pero desde el principio la directora australiana Shannon Murphy y la guionista Rita Kalnejais, intentan alejarse de los clichés de las películas que abordan la enfermedad (evitando los elementos morbosos, el tremendismo y la autocompasión) y consiguen imprimir un sello muy particular convirtiendo esta ópera prima en una película especial, sensible y delicada.
La película se sitúa dentro de los cánones del cine coming-of-age, de aprendizaje adolescente, aunque sabemos que ese crecimiento que sufrirá la protagonista a lo largo de la película va a tener forzosamente fecha de caducidad y que sus experiencias estarán siempre supeditadas a su estado, a su necesidad de sentir y vivir lo que le queda de la manera más intensa posible, quemando etapas desesperadamente. Así, Milla, tendrá que enfrentarse a todo un torrente de emociones aceleradas y confusas, de forma que su paso a la madurez irá asociado inevitablemente a la muerte.
Shannon Murphy se adentra en este curioso grupúsculo familiar (el texto original procede de una obra teatral) para hablar de los prejuicios, de la dependencia en todos sus sentidos, de la juventud desorientada y de la ruptura de convencionalismos. Por supuesto, también de las relaciones entre padres e hijos y del dolor que genera convivir con la enfermedad. Del vacío. Lo hace a través de capítulos fragmentados, encabezados por intertítulos de carácter pop que van marcando la evolución de Milla, ofreciendo una mirada caleidoscópica muy intuitiva, adaptándose a la perspectiva de una chica de 16 años.
La música se convierte en protagonista para generar una narración muy sensorial (que se acompaña por una imaginativa fotografía de Andrew Commis, colorista y vibrante). La protagonista toca el violín y su madre fue una gran pianista, por lo que Mozart o Bach forman parte de su identidad. Pero la directora también introduce ritmos contemporáneos a través de los que Milla se libera y se deja llevar saliendo de la prisión en la que se ha convertido su cuerpo, sobrellevando como puede sin quejarse un dolor extremo.
Muchos han comparado a Murphy con Jane Campion y sus trabajos de juventud (en especial la película Sweetie, de 1989) y esa poesía nacida de los elementos cotidianos pasados por el filtro de la extrañeza combinada con ese misterioso estilo visual tan poderoso y absorbente de carácter atmosférico que en este caso adquiere una clara vocación millennial y que supone un revitalizante soplo de aire fresco a la hora de hablar de la angustia existencial.