No puedo evitar solidarizarme con la indignación de los afectados por las vacunas frente a las declaraciones realizadas recientemente por la ministra de sanidad, señora García, manifestando que no existe responsabilidad de la Administración porque el que se vacunó lo hizo por voluntad propia.
Ahora resulta que la gente se vacunó libremente (¡toma del frasco, Carrasco!), que no hubo presiones ni coacciones para que nos vacunáramos (¡manda huevos!). Todos los días, a todas horas, dando la tabarra en todos los medios de comunicación con la imperiosa necesidad de vacunarse y acorralando con medidas coercitivas para obligar a que lo hiciésemos, por ejemplo, con la implementación del dichoso pasaporte covid que cercenaba la libertad de movimiento de los no vacunados, incluso de poder trabajar, y ahora resulta que fuimos libres para vacunarnos o no.
Yo no me vacuné, como tantos otros que escondieron entonces su elección para no ser tachados de negacionistas o insolidarios (¿?), y no ser señalados y estigmatizados por ello. ¿Por qué lo hice? Pues por muchas razones que puedo englobar en una sola: en mi personal balanza de riesgo-beneficio siempre pesó más lo primero que lo segundo.
En primer lugar, cabe decir que cuando vino la pandemia yo estaba vacunado de todo lo que establecían los calendarios vacunales oficiales, incluso más, porque para hacer determinados viajes por el mundo me había vacunado voluntariamente de otras que no eran obligatorias, aunque sí eran aconsejadas frente a enfermedades como la fiebre amarilla. También me había vacunado en reiteradas ocasiones del tétano y de las hepatitis, tanto en la mili, obligatoriamente nada más llegar, como posteriormente por razones profesionales y de manera voluntaria. Y ni que decir tiene que a mi hijo lo llevé yo personalmente a cumplir con el protocolo vacunal completo. Es decir, que no era un antivacunas, ni lo soy.
Sin embargo, desde los primeros días del encierro empezaron a asaltarme muchas dudas sobre lo que estaba pasando, sobre el relato oficial. Ponías la tele y se veían supuestas morgues de hospitales y pabellones repletos de cadáveres, o imágenes espeluznantes de gente muriendo por las calles en China. Vídeos que posiblemente a la vista de lo que luego hemos podido constatar, algunos de ellos eran manipulados o falsos. Como pude vislumbrar entonces cuando llamé a un par de amigos cuyas hijas residían en dos ciudades chinas distintas -encerradas desde enero en sus pisos-, para preguntarles al respecto y me contaron que ellas no habían visto eso por las calles, ni nada que se le pareciese…
Por aquel entonces me propuse documentarme. ¡Ay!, un defecto que siempre he tenido y que en los tiempos que corren me está costando más quebraderos de cabeza que nunca. Y tuve la suerte de toparme con uno de los pocos discursos que desde el punto de vista de la ciencia más ortodoxa cuestionaba el discurso oficial, el de la doctora Karina Acebedo, veterinaria especialista en inmunología de mamíferos a la que sigo desde entonces en su canal de Telegram, y que posee un currículo de primer nivel. Sí, con la misma carrera que yo había estudiado hacía 40 años y nunca ejercí como clínico, aunque me sirvió para aprender algo de genética, de inmunología individual y de poblaciones, o de enfermedades infecciosas, entre otras materias relacionadas con "la que se nos venía encima".
Y pude aprender que lo que se nos presentaba como vacunas nada tenían que ver con lo que hasta ahora se entendía por tales, fundamentalmente por su forma de producción y sus efectos en el organismo para estimular la respuesta inmune. Que se trataba de tecnologías de ARN mensajero codificado para inducir la producción de proteínas spike por parte de nuestro ADN. Ni más ni menos. Una tecnología muy interesante que se venía desarrollando desde hacía años para la lucha contra determinados tipos de cáncer a nivel individual. Pero que jamás se había pensado en esta tecnología para su implementación a escala planetaria, inoculando a miles de millones de personas, sin distinción de ningún parámetro poblacional, por igual a niños que a adultos, o a mujeres -incluso embarazadas- que a hombres, o a enfermos que a sanos, entre otros.
Descubrí que algunas de aquellas vacunas se desarrollaban en base a cultivos celulares derivados de fetos abortados, lo que me desagradó profundamente. O que algunas de las sustancias utilizadas para vehicular el ARNm, y necesarias al igual que en el resto de los fármacos para facilitar su penetración en nuestro cuerpo y sus células, podían ser tóxicas e, incluso, carcinogénicas.
O que unos pocos doctores ya apuntaban por aquel entonces a posibles efectos secundarios derivados de la producción de proteínas spike que inducían las vacunas, por ejemplo, sobre determinados órganos y tejidos como el corazón y su pericardio. Una relación que, posteriormente, ha sido demostrada sobradamente y que está dando lugar a las demandas a las que mencioné al principio de este artículo.
Y no podía entender aquel oxímoron de "enfermos asintomáticos", cuando lo definitorio de una enfermedad son, precisamente, sus síntomas. Ni que se hablara de muertes por covid para inflar las cifras de muertes por cualquier otra causa cuando lo que se debía decir era, en todo caso, muertes con covid. Y posiblemente ni eso, porque las pruebas PCR realizadas a más de 30 ciclos se sabía que detectaban muchos falsos positivos.
En fin, un conjunto de informaciones en el ámbito técnico a las que había que sumar otras de carácter político y de intereses crematísticos que me hicieron sospechar. Como el cambio que adoptó las OMS sobre la definición de "pandemia", con objeto de que la de covid pudiese entrar en dicho término. O el hecho curioso de que uno de los máximos financiadores de dicho organismo internacional privado fuese la fundación de Bill Gates, conocido multimillonario y destacado inversor en el negocio de las vacunas. O que Pfizer, una de las grandes multinacionales de la farmaindustria se encontraba por aquel entonces en una muy precaria situación financiera. O que el marido de la ínclita presidenta de la Comisión Europea fuese un alto cargo de la citada empresa, la misma a la que se le compró vacunas mediante contratos opacos por valor de decenas de miles de millones de euros.
Y todo esto sucedía mientras nadie, repito nadie, a mi alrededor moría por tan terrible virus, o si quiera enfermaba de gravedad, más allá de meros procesos gripales, por cierto, en un año en el que el virus de la gripe decidió no visitarnos como cada año por navidad.
Por supuesto que también tuve dudas, y llegué a sentir un cierto miedo, porque también en mí pesaba el argumento de hierro "no pueden estar todos equivocados", un mecanismo de nuestra psique difícil de domeñar.
Recuerdo aquella Semana Santa de los encierros, en la que llegaron a cerrar la inmensa mayoría de iglesias, y en la que afortunadamente mi valeroso párroco la mantuvo abierta y pude asistir al oficio de Jueves Santo junto a una única feligresa, una anciana. Y en aquel maravilloso silencio pensé cuán lejos estaban aquellos tiempos en los que los eremitas que habitaban las grutas del monte -que todavía pueden visitarse justo por encima del Santuario de San Antonio El Pobre, en El Verdolay en La Alberca de las Torres-, a diferencia de lo que suceda ahora, cuando las terribles epidemias de peste negra azotaron Murcia en el siglo XIV, dejaron su retiro y se bajaron a atender a los enfermos a los que todo el mundo repudiaba.
Y a todas estas decidí que resistiría cuanto pudiese sin vacunarme. Aunque se tratase de un virus quimera, es decir, un virus creado en el laboratorio mediante técnicas de ganancia de función para infectar células humanas. Confiaría en mi sistema inmunitario, ese que compartimos todos los humanos y que ha evolucionado durante miles de años adaptándose a convivir con millones de microorganismos (¿gérmenes?), y en que si se producía mi encuentro con el nuevo virus, saldría victorioso una vez más. Y si no, bueno, tampoco era tan grave, todos tenemos que morir.
Pero lo que no estaba dispuesto es a someterme a chantajes, ni al miedo que me querían meter los políticos, por mucho que se acompañaran en sus patéticas apariciones televisivas rodeados de amenazantes generales del ejército para impresionar más. Ni tampoco a dejar que, insisto, sin sentir mi vida en peligro real, como sería el caso si padeciese un cáncer de pronóstico terminal, me introdujesen material genético que le diese órdenes al mío natural. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Afortunadamente todo salió bien y pasó la pandemia, aunque creo que es el momento de recordar estas historias de pangolines y cuentos chinos, ahora que nuestros gobernantes se quitan las caretas.