MURCIA. Llego tarde a esta serie, pero bendita sea la hora en la que me la recomendaron. Lo hizo la directora de un colegio público de Barcelona. No sé qué comentario hice yo, pero me dijo que si me quería reír con el tema de los papás modernos y las nuevas pedagogías, que no dejara pasar la oportunidad de ver Esto no es Suecia. Está en la aplicación de RTVE desde noviembre del año pasado.
La historia es sencilla. Una pareja con dos hijos ha decidido mudarse a la periferia de Barcelona, a la montaña, para estar más en contacto con la naturaleza. Al mismo tiempo, también experimentará un cambio de roles. Por mutuo acuerdo, él deja su trabajo de ingeniero de robótica y se dedicará a la crianza para que su pareja pueda hacer lo que le gusta, que es importar productos artesanales del Norte de África. Alfombras, en concreto.
Ambos intentan educar a sus hijos en un ambiente sin coches, sin pantallas, sin azúcares industriales. Al mismo tiempo, van a una terapia de grupo para padres para intentar darle a los críos todo lo que ellos no tuvieron en el terreno emocional. Ella, Mariana, tiene antecedentes de problemas psiquiátricos con su madre, la encerraban en el armario de niña durante horas -se cuenta al principio- y él, Samuel, tiene un padre que es un donjuán y un prototipo de cuñao.
Con estas premisas, todo parece indicar que estamos ante una comedia sobre cómo unos padres se esfuerzan por estar a la última en lo que a papás guays se refiere. A veces flaquearán, pero al final lo irán consiguiendo y se querrán mucho, eso te imaginas que va a suceder. Algo tipo Mira lo que has hecho de Berto Romero, pero la sorpresa es que no.
Sin desmerecer el ejemplo anterior, resulta que Esto no es Suecia no da puntada sin hilo, es una serie francamente inteligente y tiene un respeto por el espectador poco habitual, no es en absoluto complaciente con él, se atreve a incomodarlo y lo lleva donde menos se lo espera. A espetarle en la cara que la vida es una mierda, pero que esto es lo que hay.
Cuando se han digerido los ocho capítulos, se entiende que no se trata de hacer humor con los clichés de autoayuda para padres, la ecología y las nuevas pedagogías. Estos temas forman parte del guión, pero son tangenciales. La esencia se encuentra en la obsesión por no ser lo que realmente somos. Por esa huida de nosotros mismos a la que nos conduce la vida, por lo que sea, pero también los medios de comunicación y las redes sociales señalándonos como personas incompletas si no cumplimos con una serie de normas que van cambiando o ampliándose cada semana, con la nueva edición del dominical.
La generación a la que representan los protagonistas, entre la treintena y la cuarentena, son aquellos a los que nunca se les ha pasado por la cabeza que van a envejecer, siempre serán para sí mismos gente cool de 20 años, aunque los años, y la vida, les pasa por delante y les atropella como le ha pasado a todas las generaciones. A la vez, es una generación muy frágil en lo relativo a su identidad, ha pasado de las tribus urbanas a los nacionalismos y el único denominador común en todo el proceso es una necesidad de validación externa.
Con estos rasgos, la construcción de los protagonistas es muy compleja y tiene muchas capas. Como España es un país enfermo, habrá quien vea esta serie doblada íntegramente al castellano en RTVE Play. Es insultante que exista esa posibilidad, no solo por la pobreza cultural que pone de manifiesto, sino por cómo le lima las aristas a la obra. En la versión original, se habla indistintamente catalán y castellano, como ocurre en la ciudad donde transcurre, Barcelona, pero dice mucho con quién se habla una lengua y no la otra. Por ejemplo, la pareja protagonista habla catalán entre ellos, pero con sus padres, castellano. Todos esos matices, no tan sutiles para quien los conoce, al que apriete el botón de versión doblada se le perderán.
Lo mejor es que la serie no trata de parodiar la modernidad o las ideas vanguardistas que anden circulando hoy entre las familias barcelonesas. Hay cierto respeto, incluso. Y situaciones como las relaciones abiertas, los intercambios de pareja o las bisexualidades momentáneas están integrados en la trama, no juzgados ni empleados como bufonada.
Porque Esto no es Suecia no dirige ahí su punto de mira, aunque pueda parecerlo con la sinopsis. Las cargas de profundidad se dirigen al fenómeno de tratar de ser lo que no somos. A crear un personaje ideal porque tus orígenes en un pueblo recóndito y polvoriento, con una familia con problemas mentales, te resultan insoportables. A actuar como un amo de casa supercuqui y dejar atrás una carrera profesional prometedora no porque quieras hacerlo, sino por complacer a tu pareja y al público imaginario de las redes sociales, que te tiene que, como decíamos, validar lo que haces para que tu entiendas que está bien, porque, entre otras cosas, eres tonto.
Los momentos de tensión de esta trama, además, están dirigidos con un respeto al espectador poco habitual. No hay red. Cuando se presenta una situación límite, hay consecuencias. No se arregla todo al final para complacer a la audiencia y que no se asuste. Aquí no, los malos rollos se llevan hasta el final.
De hecho, se van acumulando y, en los últimos compases, tenemos una lección vital cáustica, áspera, pero de una sinceridad palmaria. “Todo pasa, ya verás como con el tiempo todo pasa”, le dice la madre a su hija. Un giro inesperado, porque todo parecía indicar, por la ley de darle caramelitos a los espectadores como si fueran menores de edad, que el final sería muy distinto y los problemas se arreglarían, lo que haría innecesario ese consejo. Aquí van en serio. Nos quieren decir que fingir, llevar una doble vida en la que eres alguien desconocido para ti mismo y un personaje para los de fuera; ir en contra de tus instintos e inteligencia, vivir para que te aprueben tu comportamiento y con suerte te lo aplaudan, todo eso puede destruir a una persona, hundirla en la miseria.
Aderezado con los miedos habituales e inevitables que puede tener cualquier padre o madre con respecto a sus hijos, Esto no es Suecia es una serie muy inteligente, brutalmente sincera y que conviene verla y pensar en ella, puede ser un bien social.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame