MURCIA. Tenía esta serie en mi lista durante mucho tiempo, pero un error me hizo relegarla. Pensaba que contaba con la participación de Jesse Armstrong, alma de dos joyas inmortales como Peep Show y Succesion, pero no era esta. A la que me refería era Fresh Meat, de 2011, que no me enganchó inicialmente y ahora tengo pendiente darle una oportunidad.
Brassic se me quedó en la memoria hasta que, en una época de abulia por las novedades, decidí echarle mano y en qué buena hora. Me ha hecho pasar algunos de los mejores ratos catódicos del año. Son seis temporadas, la sexta acabó en septiembre de este año, y bien es cierto que a partir de la tercera se desinfla y parece que los creadores y guionistas se han enamorado de sí mismos, pero solo por esos primeros doce capítulos merece figurar ya en el Olimpo. La tienen por lo legal en Filmin.
El argumento son las andanzas de un grupo de jóvenes ladronzuelos de pueblo de la Inglaterra profunda. Sin embargo, no son personajes estomagantes, cutres y abusones, como es lo primero que viene a la imaginación con esas coordinadas, sino que se trata de bellísimas personas. Ellos con sus chándales, ellas maquilladas con dos dedos de espesor y ostentosas joyas… también en sus chándales.
Quizá es demasiado presuntuosa la comparación, pero si hubiese que marcarle una referencia a este género sería el del realismo poético de cineastas como Jean Vigo, con aquellos marineros fluviales que se buscaban la vida, pero tenían todos un corazón enorme.
El protagonista y conductor de cada trama es Joseph Gilgun, también creador de la serie. Su personaje, Vinnie, sufre un trastorno bipolar, lo que le hace dudar permanentemente de sí mismo. A partir de ahí, como podía ocurrir con Tony Soprano, tenemos a alguien que se desenvuelve en situaciones límite, pero con profundas debilidades.
Le sigue una troupe al estilo de Snatch, cerdos y diamantes, que también era británica. Para empezar, uno de ellos, Ash, es un gitano boxeador gay. Le sigue Cardi, un chico gordito al que siempre acompaña dentro de la chaqueta del chándal una paloma a la que ha rescatado. JJ, un hindú que repara coches robados. Tommo, un hedonista que siempre hace los comentarios sin filtro del grupo, pero con un toque de candor. Dylan, experto jugador de póquer que trata de mantener una relación con Erin, madre adolescente que carga con un crío y trata de estudiar para salir del pueblo. Carol, ex actriz porno que vive en un remolque. Y Sugar, glamurosa de barrio irreductible.
Orbitando alrededor de ellos están los dos mejores personajes. El doctor Chris Cox, interpretado por Dominic West –nuestro querido McNulty de The Wire- es el médico que lleva la bipolaridad del protagonista, pero vive para fumar, meterse rayas y acostarse con adolescentes, de lo que suele arrepentirse cuando pilla enfermedades venéreas. Y en mitad de la campiña, Jim, un granjero partidario del Brexit, obsesionado con los inmigrantes y la amenaza woke, que está más solo que la una entre sus piaras de cerdos y demás. Sus discursos son épicos.
Con esos mimbres, como digo, las dos primeras temporadas son un cohete. La pandilla afronta misiones como robar un poni, entrar en un puticlub por las alcantarillas para hacerse con la caja, organizar peleas, aceptar encargos de humillar a ex adúlteros tras un divorcio, robar valioso semen de toro y, entretanto, cultivar y vender marihuana.
En la zona hay un mafioso que se llama McCann, que tiene apariciones gloriosas, como cuando amenaza con cortarle el miembro al protagonista por haberle robado unas antigüedades. Al final, Vinnie acaba trabajando para él y ahí, en la primera misión que le encarga como soldado del clan, creo que está el apogeo de la serie, el mejor episodio con diferencia, “Un día agradable al aire libre”, el segundo de la segunda, conocido como “el de la cabeza”, que mezcla la acción a lo circo de tres pistas que podría desplegar un Tarantino con gags que son propios de una casa como la Editorial Bruguera.
Sin ambiciones, sin pretensiones, sin querer hilar un guión espectacular, la adicción llega por ver a los personajes hablar, comentar sus cosas, vivir su vida doméstica y personal. Han definido tan bien su personalidad y son tan adorables, que el espectáculo son ellos. La única ley moral que se transgrede es la propiedad privada. En lo demás, son gente leal e íntegra. Incluso buenos vecinos.
Y aquí está el fallo. Entiendo que los autores se han enamorado de su producto, un grave problema en el mundo de la ficción. En un momento, la vida criminal que transcurre en paralelo a la bondad de la pandilla, empieza a seguir una vida divergente y nos encontramos con una serie de redenciones en cadena que no pedía el argumento original ni por casualidad.
El humor que tiraba del mito de Robin Hood estaba perfecto hasta que en la tercera temporada se empieza a convertir en un melodrama de superación que por momentos es más cursi que un repollo. No obstante, Gilgun, el creador, que ya venía de trabajar en la misma línea en This is England, proviene de Rivington, cerca de Wigan, en el norte de Inglaterra. Su padre trabajaba en una fundición, a la que iba en bicicleta, y los guiones están basados en su adolescencia.
Con el apoyo del guionista de Shameless, que es muy cercana a estos postulados, ha escrito esta serie motivado por los problemas que él mismo pasó. Tenía dislexia y su padre, cuando quedó en paro, acabó divorciado y su familia, desestructurada. Fue un adolescente medicado con antidepresivos. En una ocasión, explicó que la serie parte de hechos reales para dirigirse hacia lo que él mismo podría haber sido, ya que empezó pronto a mover maría. Suficiente dinamita para dos temporadas inolvidables.