Aunque hoy parecería una excursión de Boy Scouts, la serie sobre el teniente Dan Harrelson y sus muchachos cayó de la parrilla por su excesiva violencia
MURCIA. 1975. Estados Unidos estaba al borde del apocalipsis. Gerald Ford, en la Casa Blanca tras la dimisión de Nixon, es incapaz de enderezar un país que por culpa de los hippies, los blame-america-first, y los burócratas de Washington, se había convertido en la moderna Babilonia. En los cines, Charles Bronson se ha convertido en la última esperanza frente al crimen en El justiciero de la ciudad (Michael Winner, 1974). Había llegado el momento de ser duro.
Uno de los primeros en ver el filón de los nuevos tiempos fue el mítico productor Aaron Spelling (y su, por entonces, inseparabale socio Leonard Goldberg), que había hecho sus pinitos como actor en la serie policíaca Dragnet a principios de los cincuenta. Ya como productor, cosechó su primer éxito con en la ABC con The Mod Squad (1968-73), en la que tres rebeldes (chico, chica y negro) aceptan trabajar como secretas para no acabar ellos mismos en el talego. Flower Power pero con placa. Viendo que el género maderos vendía, en 1974 se atrevió con Los patrulleros vagamente inspirada en Los nuevos centuriones (la novela de Joseph Wambaugh que ese mismo año adaptaría al cine Richard Fleischer) para intentar competir con Adam-12, un retrato entre policíaco y costumbrista del día a día en una comisaría de Los Ángeles que estaba teniendo bastante éxito en la NBC.
Así, en los dos últimos capítulos de las tercera temporada de Los Patrulleros (1975) entraba en escena el Teniente Dan ‘Hondo’ Harrelson (interpretado por Steve Forrest, hermano del actor Dana Andrews) y su equipo de armas y tácticas especiales (S.W.A.T, por su acrónimo en inglés), un cuerpo especializado para situaciones de emergencia puesto de moda cuando, en 1968, se creó una unidad de este tipo en el departamento de policía de Los Ángeles. Lo que los espectadores ignoraban es que se estaba cociendo un spin off.
Llegó el lunes 24 de febrero de 1975 y, en horario de adultos, comenzó a sonar una de las melodías más famosas de la historia de la televisión, en la línea de La pantera rosa o Peter Gunn theme, dos joyas firmadas por Henry Mancini. Detrás estaba el productor Steve Barri, que había reunido a unos cuantos músicos de estudio para interpretar un tema con aroma a disco funk firmado por Barry DeVorzon. Pocos imaginaron que iban a triunfar de tal manera que Rhythm Heritage —así se les bautizó— llegaría a dar giras e incluso componer bandas sonoras para más series.
La serie triunfó desde el primer momento. En ella, el teniente Harrelson y sus cuatro agentes —en realidad cinco: el conductor era un falso autónomo al que nunca se le vio la cara— acudían, como la caballería, a cualquier situación límite en la que hiciera falta aplicar una mezcla de violencia y cirugía de precisión. Cuando todo parecía perdido, saltaban los hombres de Harrelson de su furgoneta (algo que más tarde imitarían los Locomía), tomaban posiciones, y se llevaban al malo por delante. «T.J., al tejado» gritaba Harrelson y el oficial T.J. McCabe (interpretado por el olvidado James Coleman) cumplía la orden, se ponía la gorra con la visera al revés y apuntaba al malo. Parece una tontería, pero ese simple gesto lo convertía en el más cool del equipo, de ahí que los niños en todos los patios de colegio (por lo menos en España) se pedían ser él.
El equipo era una auténtica familia con Harrelson —a la sazón, veterano de Vietnam— como padre protector y el resto, cada uno con su personalidad. Dominic Luca (Mark Shera), era el italiano follaoret que siempre hacía lo que decía su mamma; Jim Street (Robert Urich, el único que llegó a algo tras la serie), el sensato; el sargento David ‘Deacon’ Kay (Rod Perry), la cuota de integración racial (por eso tenía más galones que el resto). Vamos, lo de siempre, cada uno con su carácter y todos formando una piña. Por supuesto, también había lugar para mujeres: Betty Harrelson (Ellen Weston) y Hilda (Rose Marie), la secretaria que no tenía ni apellido. Así de moderna era la serie en lo que respecta a igualdad de la mujer.
Aunque vista ahora tiene la emoción de un hilo musical, en la época fue todo un golpe en la mesa. La gente no estaba acostumbrada a tanta acción trepidante con capítulos en los que no faltaban las clásicas persecuciones que acaban en piñazo ni a ver tantas muertes... para la época. De hecho, pese al éxito de público, solo duró dos temporadas, y es que los guardianes de la moral habían declarado la yihad a la violencia en televisión que, decían, provocaba la que ocurría en la calle, cuando todo apuntaba a que antes había sido la gallina que el huevo. De hecho, Spelling tomó nota, ya que las críticas también afectaron a su otra serie, Starsky y Hutch, por lo que sus siguientes series fueron Los ángeles de Charlie y La familia.
La serie tenía cierta pretensión de veracidad, aunque también ofrecía una visión un tanto maniquea del crimen: el chorizo, en general, lo era por elección. Así, iban desfilando todo tipo de delincuentes, desde violadores a vendedores de droga, pasando por atracadores y, en uno de los episodios, ¡un periodista próximo al partido demócrata que critica a la policía por ser excesivamente violenta! También era habitual el demente al que se le aplicaba una terapia de plomo, mucho más efectiva y económica que recluirlo en una institución mental. Y si había que hacer un comentario recordando lo blandos que eran jueces y fiscales con los malhechores, se hacía y punto.
Uno de los datos que llamó la atención en la época, y que los aficionados a las armas aplaudieron, es que por primera vez se veía a agentes llevaban una M16 y AR-15, armas de guerra que solo se había visto en Harry el sucio (Don Siegel, 1971). Lo más curioso es que los SWAT utilizaban en la época rifles de calibres muy inferiores que a los productores les parecieron excesivamente brutales.
La serie tuvo dos temporadas. La primera, de tan solo 12 capítulos, tuvo muy buena acogida, un éxito que se prolongó durante los 25 de la segunda. El problema no fue únicamente su excesiva —para la época— violencia, sino que las tiendas se llenaron de productos de marketing dirigido a los más pequeños, dato curioso tratándose de una serie para adultos. Aunque las perspectivas para una tercera etapa eran buenas, sin llegar a la lista de las más vistas, los productores prefirieron ahorrarse problemas y dejarla caer, y eso que los chicos de SWAT nunca disparaban sin dar el alto primero (Harrelson no salía de casa sin su megáfono de negociar con los malos).
En 2003, los hombres de Harrelson volvieron, pero en formato cinematográfico. Fue un espectáculo de pirotécnica dirigido por Clark Johnson, protagonizado por Samuel L. Jackson, Colin Farrell y Michelle Rodríguez, y con un guión escrito en 20 minutos. Un bodrio de padre y muy señor mío que, curiosamente, tuvo dos pseudosecuelas que —en comparación— hicieron que la primera pareciera Ciudadano Kane y que fueron directamente al mercado doméstico. Pero no ha sido su última reencarnación: el jueves 2 de noviembre, la CBS vuelve a la carga y estrenará un remake de la serie protagonizado por Shemar Moore (Derek Morgan en Mentes criminales). El que avisa no es traidor.