MURCIA. Hace diez años comentábamos en esta columna una serie británica, Banana, de la que nos llamaba la atención el retrato generacional. Aparecía una juventud con muchos menos tabúes que años atrás, que podía disfrutar mucho más del sexo, pero que no tenía un duro. La verdad es que no iba mal orientada la observación, aunque tal y como están actualmente las cosas, parece que los chavales, además de estar sin un duro, también quieren quedarse sin libertades.
La cuestión hoy es que una de las guionistas de esa serie, Charlie Covell, ahora es la creadora de una de las mejores miniseries que va a poder usted echarse a los globos oculares en el más que sobresaturado panorama audiovisual. Se titula True love, amor verdadero, y hace referencia al juramento que realiza un grupo de ancianos para darse, llegado el momento, la eutanasia unos a otros al margen de la ley.
Con factura británica, y la calidad y originalidad propias de Channel 4, la serie está exenta de clichés y artificiosidad. Solo por eso ya merece la pena verla, pero hay algo más: El guión no solo está bien hecho y la realización es impecable, sino que la eutanasia se presenta de forma inteligente. No hay un brindis al sol, sino que se plantea la cuestión con una serie de grises, por otra parte, obvios. Si bien todo el mundo debería tener derecho a morir dignamente ¿en qué medida estamos a salvo de que se manipule a una persona para que crea que necesita hacerlo antes de tiempo?
Paralelamente, tenemos otra historia íntima que transcurre de puertas adentro. El matrimonio de la protagonista está tan bien reflejado que, aunque la serie solo tratase eso, ya tendría interés. De hecho, posiblemente, el mejor papel lo interpreta Phil Davis, como marido de una policía jubilada. Y después de él, Kirian Sonia Sawar, la policía que, Fargo style, es una agente novata que destaca por su inteligencia y la única que se entera de la trama criminal con simple pensamiento deductivo y desprejuiciado.
Sin embargo, son todos trucos ya muy viejos y trillados. Desde el detective naive que da con la tecla a los policías jubilados que siguen dando guerra. Todo eso ya lo hemos visto. Lo interesante son los dilemas morales. ¿Es lícito matar a quien no quiere vivir más? En este caso, se trata de enfermedades terminales, no por una crisis existencial, y el guión insinúa que sí. Lo único que se pone como contrapunto es la posibilidad de equivocarse. Es decir, que la enfermedad no fuese tal o que alguien estuviese engañando a los enfermos, condicionándolos.
Independientemente de la opinión o los principios que se puedan tener, ante esta historia queda claro que la vida no se puede explicar en términos absolutos. Es interesante la propuesta de pensar en el concepto del amor, si este puede llevarnos, o no, a quitarle la vida a alguien porque nos lo implora. Me vienen a la mente los elogios que recibió Clint Eastwood por plasmar estas dudas en su Million Dollar Baby, aunque él lo hizo de forma tremendista, manipulando las emociones del espectador de forma pornográfica y con una solemnidad rayana en el delirio que, por supuesto, aquello, con todos esos subrayados, se consideró cine de calidad absoluta.
Lo mismo ocurrió con Amor de Haneke, con la que esta serie comparte hasta el título. Su desenlace era tan brutal que era muy descarado cómo solo buscaba noquear al espectador en la butaca golpeándolo con escenas escalofriantes. Aquello tan sensacionalista también fue tildado de calidad absoluta de la cinematografía mundial.
Por suerte o por desgracia, no he visto Mar adentro, pero la diferencia de estos ejemplos con True Love es total. Para empezar, aquí hay humor. Y las paradojas no están para fruncir el ceño, sino para que el guión tenga giros emocionantes. No se prescinde de escenas impactantes, pero ese no es el tono. Como explica la actriz Sue Johnson, que interpreta a Marion, una de las eutanasiadas: “Creo que la única forma de lidiar con estas cosas, si estás constantemente haciendo escenas de muerte o funerales, es buscar el lado oscuro y encontrarlo muy divertido. Hay humor en el guión, hay mucha diversión en él. Lo inteligente de todo esto es que oscila entre lo oscuro y lo claro, entre lo divertido y el suspense”.
Otro de los platos fuertes es el actor Ckarke Peters, el inolvidable Lester Freamon de The Wire. Su personaje sufre por partida doble. Primero, un amor no correspondido que le ha marcado para toda la vida; segundo, su paso por las Fuerzas Especiales del Ejército, que siempre dejan su poso de estrés postraumático. Para inspirarse, según ha explicado en entrevistas, ha echado mano de la experiencia de un amigo suyo que estuvo en Irak y le dijo: “nos enseñan cómo hacer cosas atroces a los seres humanos, pero no nos enseñan cómo recuperarnos de ellas”.
Lo que sí que resulta curioso es que, en una serie sobre la eutanasia, sea una delicia el trabajo de unos actores de setenta años. No solo por el oficio, también porque desde los inicios de la serie se les muestra como vitalistas y joviales. Van de borrachera en borrachera y les gusta el sexo y la vida, aunque algunos la tengan hecha jirones. Ahí se pone el acento sobre algo que no tiene que ver con la enfermedad, las limitaciones autoimpuestas en la vejez.
Un personaje le aconseja a otro que ni se le ocurra cederle su casa con jardín a su hija para que aloje allí a su familia. Le dice que, si se deja, cada vez le irán metiendo en cajas más pequeñas hasta que le tomen las medidas para el ataúd. Son interesantes esos guiños, porque subrayan que más importante que morir o agonizar cuando se tiene una enfermedad terminal es vivir dignamente cuando es posible. A eso ya se le da menos vueltas, aunque saldrá el tema. En treinta años la inmensa mayoría de la población seremos ancianos.