MURCIA. Al hilo de la referencia hecha en la anterior entrega a los días en que pretendieron llamar a la Trapería calle del Príncipe Alfonso, un lector me decía que si lo hubiesen dejado así le habrían ahorrado a muchísima gente la eterna duda sobre cuál es Trapería y cuál Platería.
Lo que no sabía, quien tal cosa decía, era que después de ese intento, de corte netamente monárquico, de cambiar de nombre a la eterna Drapería (como se lee en antiguos escritos), vinieron el republicano (Fermín Galán) y el franquista (José Antonio).
"no siempre los nombres que se perdieron, con ser históricos, salieron del callejero dejando oír el lamento de los vecinos"
Todo fue en vano. Afortunadamente. Porque bastantes denominaciones históricas se han perdido a lo largo del tiempo como para dejar ir una tan señalada, tan de siglos, tan nuestra y tan nombrada (errores incluidos) para señalar una calle tan pisada y repisada, paseada y repaseada, por generaciones y generaciones de murcianos e infinidad de forasteros.
Pero no siempre los nombres que se perdieron, con ser históricos, salieron del callejero dejando oír el lamento de los vecinos y de la ciudadanía en general. Muy al contrario. Ocasión hubo en la que el cambio tuvo por objeto desterrar y someter al olvido algo que se tuvo, incluso, por malsonante.
Caso evidente fue el del que se llamó callejón del Cabrito, nada menos. Y que a raíz de la variación es nombrado calle de Polo de Medina, honrando la memoria del escritor y poeta murciano del barroco. Para que los lectores puedan seguir mis pasos, han de situarse en la puerta de acceso al que conocemos como edificio Moneo y caminar de frente hasta alcanzar el punto donde la vía gira a la derecha, pasando a convertirse en Sánchez Madrigal. Ese fue el callejón de marras, cuya historia lleva aparejada su leyenda, incluso.
Contaba Díaz Cassou, como buen compilador de las cosas antiguas de Murcia, reales o fantasiosas, que vivió en la ciudad, en los primeros años del siglo XVIII, un sastre algo aficionado al vino, a los naipes y a la francachela. Y fue precisamente en una noche de jarana y de perros, en la que el sastre se embarcó con gran disgusto de su mujer, cuando sucedió que yendo por aquél lugar, al que por entonces llamaban callejón del Horno, por el que hubo durante muchos años y que servía de paso a la calle de la Sociedad, se encontró con un cabritillo que se echó sobre los hombros para llevarlo consigo.
Y fue que al ir a cruzar un charco, y mirar hacia abajo para medir bien el paso, vio, gracias al reflejo de la luna sobre el agua, que "lo que llevaba a horcajadas era un caballero negro, pelo negro, cara negra, con barba puntiaguda, frente puntiaguda, cuernos en la frente... en fin, que el maestro Juan llevaba a coscaletas al demonio. 'Jesús, María y José', gritó horrorizado, y cayó sobre el charco".
Ni que decir tiene que cuando despertó, fue presuroso a confesar sus pecados y a hacer firme propósito de la enmienda a la iglesia de Santo Domingo, y que aquel suceso fue el que procuró que el callejón del Horno pasase a serlo del Cabrito. Y no de cualquier cabrito.
El otro cambio se produjo en abril de 1885, unos meses después de que un suscriptor del Diario de Murcia, tras dar las gracias por la labor del periódico para lograr que el Ayuntamiento limpiara con más frecuencia el callejón del Cabrito, "cuyos insoportables olores trascienden a las calles inmediatas", aprovechaba la ocasión para pedir que se intercediera también para variarle el nombre a la calle en cuestión: "¿No le parece a usted que dicho nombre nada perpetúa, y que podía ser reemplazado, por ejemplo, con el de Polo de Medina?".
Y ya puestos, una vez alcanzado el acuerdo para "la colocación de una nueva lápida en el lugar que ocupa la que existe, en la esquina del huerto de Fontes, que mira por una cara a la calle del Cabrito y por la otra la de Azucaque", añadía una nueva pretensión el anónimo suscriptor, cuando afirmaba: "También es éste un nombre bonito: ¡Azucaque! ¿Por qué no le hemos de llamar, en adelante, calle de la Azucena?".
No vio satisfecha la segunda de sus propuestas. Y bien estuvo que no lo hiciera, pues es Azucaque un nombre de resonancias árabes, que significa, según los entendidos, calle sin salida o calle estrecha, y que resulta evocador del pasado musulmán de la ciudad y de ese trazado de callejas llenas de revueltas y de… azucaques.
También tuvo a mano Díaz Cassou una leyenda para esta calle, que hoy sí tiene salida y que enlaza la de Salzillo (ahora de Nicolás, antes de su hijo Francisco) con la tantas veces citada de Polo de Medina. Una historia de los días de la Reconquista, de moros y cristianos, de amores imposibles entre jóvenes de distinta religión. De muerte y de venganza. De una calle que se convierte en azucaque, en callejón sin salida, para los desgraciados protagonistas.
Y aún queda un huequecito hoy para rememorar otro cambio de nombre en el callejero en el que el antiguo se descartó porque se decía bien poco en favor de los habitantes de la rúa en cuestión. La que hoy es calle de Isabel la Católica, nada menos, lo fue antes de Poco Trigo, lo que parece sinónimo de escasos haberes y hambre bastante.
También para explicar tan curiosa denominación hay un relato, pero que esta vez llega de otro ilustre, como Martínez Tornel. Decía el gran periodista que a ciertos habitantes de aquella calle, que corre por un costado de la iglesia de San Juan Bautista se les apodaba poco trigo, porque habían disfrutado de haberes y nombradía social, pero de aquellos días sólo les quedaba el nombre y la apariencia. Y fueron los propios vecinos, allá por el año 1883, quienes solicitaron (y obtuvieron) que se les librara de aquella dirección de correo tan poco lucida cambiándola por otra de verdadero empaque y tronío.