como ayer / OPINIÓN

Cuando Murcia arde

5/10/2023 - 

MURCIA. "Anoche, estando proyectando la tercera parte de la película ‘En el corazón del África salvaje’, se produjo en el Teatro Circo una gran alarma por haberse oído una voz de ‘¡Fuego!’. El público que llenaba todas las localidades del amplio teatro, en el primer momento, se sobresaltó y se apercibió a la salida, pero la rapidez del operador dando luz a la sala y la serenidad de la mayor parte del público evitó que la alarma cundiese y con ello una catástrofe. Los ánimos se serenaron, y el público, cuando se dio cuenta de que nada ocurría en el interior del teatro, ocupó nuevamente sus localidades, continuando la proyección".

Esta noticia que publicaba, hace hoy justo un siglo, el diario El Tiempo nos remite a la triste actualidad del incendio en una discoteca de las Atalayas que tanta muerte y tanto dolor ha causado en nuestra tierra. Ojalá todo hubiese quedado en una falsa alarma, en un susto, como en aquella ocasión de hace una centuria. Como en otras ocasiones en que la muerte rondó, pero no terminó de descargar su golpe letal.

En la oportunidad que nos ocupa, la alarma generada en el Teatro Circo tuvo cierto fundamento, porque hubo fuego, aunque insignificante, y se consumió rápidamente al faltarle combustible donde prender y extenderse. Contaba el incidente, el diario: "La prohibición de fumar en el teatro se lleva con tanto rigor que algunos fumadores incansables burlan la vigilancia y sacian su vicio. Y uno de estos fumadores arrojó una colilla por una ventana de entrada general, cayendo sobre unos trapos que había en un terradillo de la casa del señor Ángel Cremades, prendiéndole fuego. El olor a quemado y el humo causó la alarma, pero como lo quemado estaba aislado, pronto quedó extinguido por sí propio".   

Casi medio siglo antes había tenido lugar el primero de los dos incendios del Teatro Romea, denominado primero de los Infantes, con ocasión de la inauguración del coliseo en 1862 por la Reina Isabel II, con la presencia de sus hijos mayores, la infanta Isabel, llamada popularmente ‘la Chata’, y el infante Alfonso, futuro rey de España, y después de la Soberanía Popular, cuando la Revolución de 1868 destituyó a la hija y sucesora del funesto Fernando VII.

Ya llevaba, sin embargo, el nombre del célebre actor murciano cuando en la madrugada del 8 de febrero de 1877 concluida la función del día, se produjo un devastador incendio que afectó gravemente al inmueble tanto en su sobrio exterior como en el rico interior.

Se había desarrollado sobre el escenario una pieza del escritor y poeta murciano Ricardo Sánchez Madrigal, El año que pasó, repaso al recién ido 1876, y nadie imaginaba que a aquella exitosa velada seguiría la destrucción de una de las principales joyas artísticas y templo de la cultura de la ciudad.

Recordaban las crónicas que el notable pintor José Pascual Valls, fallecido unos años antes en el Contraste de la Seda, había puesto lo mejor de su arte en la pintura de los techos, y que en aquel escenario, pasto de las llamas, se había dado muestra, en repetidas ocasiones a lo largo de los escasos 15 años de vida del coliseo, del talento de hijos (o ahijados) de Murcia como Echegaray o Fernández Caballero.

"Indudablemente, alguna chispa de las bengalas quemadas en la noche del miércoles debió quedar oculta, ya entre los bastidores, ya en el foso del escenario, o bien en cualquiera otra parte de las muchas donde con tanta facilidad podía arder todo el teatro", rezaba la crónica del diario La Paz.

"El fuego debió de ser muy silencioso en un principio, cuando no llamó la atención de los que están obligados a pasar un escrupuloso examen después de concluida la representación; mas creció luego vorazmente por el inmenso maderamen de que están llenos todos los escenarios; de allí debió propagarse al patio, en donde las butacas, palcos, cielo raso y todo el mobiliario le prestó pronto y seguro combustible, y en bien breves momentos sería todo una inmensa hoguera". 

“Y cuando ya era todo casi imposible, cuando el fuego salía por todos lados, cuando la cubierta de la parte del escenario se hundía con un ruido espantoso, entonces las campanas llamaban prontamente, la gente acudía desolada, las autoridades civiles y militares, el cuerpo de bomberos y muchos de los aguadores se precipitaban en el sitio del siniestro, y toda la población se apercibía de la ruina de nuestro teatro”.  

La inmensa hoguera ardió durante todo el día 8 y buena parte del 9, y sólo se pudo salvar la parte del teatro comprendida desde la puerta principal hasta el muro que daba entrada al patio, palcos y galerías. De lo demás sólo quedaron ruinas.

Y paradójicamente, a pocos metros de allí, en la plaza de Belluga, llamada todavía entonces de Palacio, el noble edificio Episcopal y la Catedral lucían especiales luminarias, en aquella noche de insospechada y desdichada luminosidad, para dar la bienvenida a la ciudad al nuevo obispo de la Diócesis, monseñor Diego Mariano Alguacil, que venía a suplir a Francisco Landeira, fallecido en el ejercicio del cargo.

Tres años después, en 1880, pudo reinaugurarse el teatro, tras la acción reconstructora del arquitecto hellinero Justo Millán, autor en la ciudad de obras como la plaza de toros, el Teatro Circo o la fachada de San Bartolomé, pero la segunda versión del Romea duró aún menos que la primera, pues el 10 de diciembre de 1899 sufrió un segundo incendio de gran alcance, que acabó de nuevo con el interior, aunque afectó en menor medida al exterior, que conserva en nuestros días el aspecto general de la versión de Millán. Y, lo que es peor, esta vez sí se produjo una víctima mortal.

Contaba El Heraldo de Murcia hace 124 años que se trataba de la función de tarde de la puesta en escena de El anillo de hierro: “Ejecutaba la orquesta el hermoso preludio del tercer acto, escuchado con religioso silencio por el auditorio, cuando se notó un vivo relampagueo en la luz eléctrica. Siguió a este la aparición de un reflejo de llamarada en la parte del escenario; alarmado el público, trató de ganar las salidas, como lo hicieron algunos espectadores, pero los actores, desde el escenario, invitaban á permanecer en sus puestos, asegurando que aquello no era nada".

"A todo esto, el fuego se había comunicado a la tercera bambalina, lo que decidió al público todo a abandonar el teatro; muchas personas, al salir, dejaban abandonados, capas, abrigos, sombreros y otras prendas, de las que se han perdido en gran número. Los profesores de la orquesta huyeron también dejando abandonados los instrumentos, y varios de ellos capas y sombreros. Algunos espectadores de los pisos altos se arrojaron por las ventanas del principal que dan frente á la iglesia de Santo Domingo. Cuando el público acababa de terminar de salir, se apagó la luz eléctrica en el teatro y coincidiendo con esto se apagó en el resto de la población".

Pronto comenzó a circular la noticia de la desaparición de un joven trabajador del teatro, uno de los encargados de la maquinaria de la escena. El cadáver del infortunado fue encontrado "al pie de la escalera que da acceso al foso, a la izquierda del escenario. Su actitud era la de disponerse a subir la mencionada escalera. Parece ser que el desventurado joven se hallaba ya en salvo, y que volvió con el objeto de recoger la manta que había dejado en el foso".

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