MURCIA. Es difícil no admirar a Bob Pop (Roberto Enríquez). Su lucidez, su capacidad para expresar con desparpajo y sin pelos en la lengua reflexiones de gran calado acerca de nuestro presente, su sinceridad desarmante, su ironía, su inteligencia y su empatía, en suma, la sabiduría de la que hace gala en cada entrevista y en cada intervención pública son un bálsamo en estos tiempos de pensamiento binario, de sí o no, de blanco o negro, de fan o hater. Y Maricón perdido, su serie, que no solo está escrita y dirigida por él, sino que habla de su propia vida, es exactamente así, como él. Una autoficción en la que, básicamente, el autor se abre en canal para contarnos la historia de un bicho raro a su pesar: primero un adolescente, luego un joven y finalmente un adulto gay, culto, sensible, con sobrepeso y, a partir de un determinado momento, enfermo de esclerosis múltiple.
Hasta tal punto la serie es Bob Pop que el armazón del propio relato sigue sus esquemas mentales, yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, o pasando de la realidad a la fantasía. El propio Bob Pop lo ha explicado a la perfección: “¿Por qué los saltos temporales? Pues porque yo tengo ese discurso desordenado, soy un hipervínculo constante” (entrevista en La Marea, número 83, julio-agosto 2021). El relato sigue la estructura del recuerdo, en el que una frase o una imagen evocan algún suceso o dos momentos distintos de la vida acaban rimando o enfrentándose, según el caso y el día que una tenga.
Pero, naturalmente, ese “discurso desordenado” es fruto de un sólido ejercicio de escritura, con el que se consigue que las escenas de los diversos pasados y las del presente, o las de la realidad y la ensoñación, se engarcen con total fluidez y sentido. Paradojas del medio audiovisual y efecto de un buen trabajo de guion y de puesta en escena. Así que vamos de acá para allá, del Roberto adolescente al Roberto joven o al actual con total naturalidad. Efectivamente, el reflejo exacto del propio discurso de Bob Pop.
La misma naturalidad, por cierto, que admiramos en los dos actores que encarnan a los diversos avatares del protagonista. El adolescente, a cargo de Gabriel Sánchez, y el joven, interpretado por Carlos González. Dos auténticos hallazgos: no es solo que realmente parezcan la misma persona (la expresión corporal, la actitud, la mirada), sino que su gran trabajo interpretativo es esencial para la autenticidad que la serie desprende. Tan es así, que no chirría la presencia del auténtico Bob Pop interpretándose a sí mismo, ni el ejercicio metarreferencial que implica. El hacernos conscientes del artificio más bien refuerza la sensación de estar en la cabeza del autor, de estar viendo sus recuerdos, su memoria fragmentada y, seguro, adulterada en algún momento (como la de cualquiera de nosotros).
No hay nostalgia en la mirada al pasado, sea la niñez o la juventud. No hay sublimación. Y mucho menos, sensiblería. Tampoco hay revancha. Es lo que hay: un niño y un joven construyendo su identidad a trompicones pero con cierta firmeza. Contra las expectativas sociales, incluidas las de algunos ambientes a priori más propicios, como ese barrio de Chueca en el que no es lo mismo ser maricón delgado o mazado que maricón gordo (como en la vida en general). Y contra la familia, contra el padre y la madre.
He dicho que no hay revancha, pero sí hay cierto ajuste de cuentas. Al fin y al cabo, la serie es suya y puede hacer el retrato que quiera de sus progenitores. Este es uno poco amable, sin duda. Tenemos, por un lado, un padre sin cara, con el cuerpo y la voz de Carlos Bardem. Solo alcanzamos a ver su boca; Bob Pop le niega el rostro y, con ello, la mirada. Es una presencia ominosa y violenta que, en la ficción que construye de su infancia, no tiene derecho a una presencia humanizada. La madre, por el contrario, sí tiene rostro, cuerpo y mirada. Una mirada castradora y opresiva. Tal vez por eso, al contrario que con el protagonista, se ha optado por una clave de interpretación nada naturalista. Candela Peña compone un personaje muy elaborado y artificioso, que choca bastante con el resto de interpretaciones, no solo la de los jóvenes, también la del gran Miguel Rellán (qué placer es siempre encontrarlo en la pantalla), como el abuelo, la de Alba Flores o la de Guillermo Toledo, todos ellos en la línea de la naturalidad de la que hablábamos antes.
Debo confesar aquí que me produce cierto desconcierto la composición de Candela Peña (sin discusión, una actriz magnífica). Y es que no dejo de ver a la intérprete tras la peluca, el vestido y los complementos aparatosos, el peculiar tono de voz que imprime el personaje y la gestualidad desbordante. La veo componer el personaje, es decir, no logro ver a la madre, veo a la actriz. Sé que esta es una opinión polémica en la que estoy en total minoría, puesto que su interpretación es uno de los aspectos más celebrados de la serie, pero, qué quieren que les diga, esta es mi crónica y no voy a mentirles. Lo que no cabe duda es que la hace destacar sobre el conjunto como un elemento discordante, una presencia incómoda, a veces de resonancias míticas.
El chico gay, el maricón perdido, además, lee. Los libros ocupan un lugar destacado en el argumento y en las imágenes de la serie. Le vemos leerlos, hablan de ellos, nos muestran las portadas. Entre ellos, A sangre fría (Truman Capote), El retrato de Dorian Grey (Oscar Wilde), El lugar sin límites (José Donoso), El lenguaje perdido de las grúas (David Leavitt), El almuerzo desnudo (William Burroughs). Son títulos esenciales en la vida real de Bob Pop, cuya lectura le ha construido como persona. Como el cine de Almodóvar, que también juega un papel importante en su vida y, por tanto, en la serie.
Es muy de agradecer que, en una serie que entraría en el género coming-of-age (esos relatos que muestran el crecimiento psicológico y la conformación de la personalidad desde la adolescencia a la adultez), los libros, la reivindicación de la cultura, tengan ese papel. Estamos en un mundo en el que cualquier retrato que se hace de la juventud a través de la publicidad o las redes consiste básicamente en no estarse quieto, en moverse, saltar, correr, desplegar una apabullante actividad física, gritar, hacerse selfies y utilizar móviles; nunca leer o consumir cultura. Cosas de los bichos raros.)
Mostrando su vulnerabilidad Bob Pop demuestra toda su fortaleza. Dije que no hay nostalgia; tampoco hay cinismo. Y podría, ahí están todos los obstáculos, la violencia recibida, la incomprensión sufrida: por gay, por gordo, por inteligente, por culto, por diferente. Pero de todo eso ha surgido una mirada humanista y empática, que defiende todo lo bueno del ser humano. Y por eso, la serie es como su creador: valiente y lúcida.
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