Las teorías conspirativas tienen la capacidad de provocar algo muy placentero en nuestra cabecita. Quienes las estudian, dicen que la dopamina que generan es algo así como un orgasmo intelectual; resolver un problema complejo con una idea simple. Y a vivir, porque nada es más estimulante que asignarle la culpa de una pandemia global a algo o a alguien. Pues bien, aunque me comprometo a que esta columna sobre cultura de plataformas no se rinda ante la tentación de ofrecerles ese pedazo de tarta, admito que hay una tesis que me divierte. Déjenme que les excite: ¿y si un club de empresarios tecnólogos, de esos que ya ocupan los rankings de Forbes, cuyas compañías son más ricas de lo que nunca fueron otras antes (ni corrigiendo la inflación), de esos hombres blancos que tienen 50 como mucho y cotejan nuestros pensamientos y conversaciones desde hace años… y si hubieran diseñado un virus que nos obligara a invertir el peso de nuestra realidad física por el de nuestra realidad virtual?. ¿Por qué cuánto hace que no va al cine? ¿Cuánto hace de su última compra online, de la última cena a domicilio o de su último periódico o revista comprado en quiosco?
Hasta aquí la conspiración, pero vayamos a los datos (que es de lo que va el pastel hoy). Disney+ apenas tiene un año, pero ya cuenta con 100 millones de clientes en el mundo. Acuda a su polígono más cercano y sondee cómo suena eso de tener 100 millones de clientes rastreables y que pagan mensualmente. Netflix, que es el monstruo de las siete cabezas dentro de esta historia, ha sumado cuatro millones más en este periodo pandémico. Y eso que ya contaba con la mayor red de abonados del mundo, con permiso del dragón padre, Amazon, cuyo servicio Prime Video es el segundo más habitual en España para ‘consumir’ cultura. Y hasta HBO ha crecido otros tres millones de clientes en estos meses pese a que sus dragones más fieros, los de Juego de Tronos, extinguieron su aliento allamarado en el utópico 2019 (apunte deslocalizado: este logro se ha conseguido gracias al lanzamiento de HBO Max en Estados Unidos, que incluye producciones exclusivas de Warner, BBC, DC Entertainment Cartoon Network o Turner, entre otras).
Es evidente que todo el comercio digital se ha disparado a partir de la Covid-19, pero el análisis de su impacto en la cultura no es viable. Por partir de España como caso de estudio, es sano recordar que la Comisión Nacional del Mercado de Valores exige a estas grandes compañías que rindan cuentas sobre sus clientes. Y hasta ahí, más o menos bien, ¿pero es un cliente un suscriptor? ¿Es un suscriptor un abonado? ¿Y si ve un minuto de la serie? ¿Y si hay cuatro personas usando ese usuario? ¿Es, sobre todo, un pagador o pagadora mensual el reflejo de las audiencias?
Hasta la fecha, aunque quizá no lo sepa, el conteo de entradas vendidas por película y dinero recaudado se registra de manera pública. Gracias a ello, por ejemplo, sabemos que en 2020 el docu Regresa el Cepa vendió una entrada por tres euros (farolillo rojo). Es decir, que una persona acudió a una sala de cine -y hasta esto sería rastreable regionalmente- y vio en la más absoluta soledad la peli sobre el actor valenciano Guillermo Montesinos y la directora Pilar Miró. Sabemos, también, que la peli más vista fue -pese a ‘Tenet’ o ‘Wonder Woman 1984’- ‘Padre no hay más que uno 2’. Y más allá de su título creado para acomplejar a disléxicos o la ausencia de nominaciones a los Goya, sus cifras (2,3 millones de espectadores, 13 millones de euros de recaudación) son claves para la producción audiovisual española. Para la industria, para el fomento, evolución y orden laboral e, incluso, para los imprescindibles estímulos fiscales y ayudas públicas.
Por lo que respecta al aparataje televisivo, si Patria, Veneno o Antidisturbios fueron bien o mal de audiencia, nunca lo sabremos (que las tres son ficciones televisivas de un nivel cualitativo inimaginable hace cinco o seis años, no les quepa duda). De hecho, no tendremos datos que bajen al detalle de esos ‘consumos’, pese a que por motivos sociológicos y hasta políticos serían preciosos y pese a que, más que nunca, esos datos existen. La paradoja diabólica de las audiencias por plataforma cruza distintas realidades que van desde notas de prensa que hablan de éxito y proponen cifras de visionado -que los medios publican como ciertas sin posibilidad de contrastar-, hasta un escenario poco adecuado para las teorías de la conspiración: una realidad compleja.
En una entrevista a Domingo Corral, el director de Ficción de Movistar+ aseguró que, aunque “la audiencia es un criterio fundamental”, en esta plataforma se valoran otros aspectos como la satisfacción del cliente, “que guste a la crítica” y que haga ruido en las redes sociales. En un escenario post 2020, en el que ya se habla de “fatiga de suscripción” (bajas no recuperadas y clientes más selectivos con su retahíla de pagos), que la audiencia no sea el único criterio de las plataformas para la producción es una magnífica noticia. ¿Pero cómo afecta que públicamente hayamos aceptado perder el rastro de los datos en la actividad cultural conectada?
La razón por la cual unos medios audiovisuales sí se someten al escrutinio público -tele y cine- y otros no -plataformas- es la publicidad. Sin embargo, sus consecuencias no afectan solo a ese mercado. El oligopolio que maneja estos servicios de sondeo (Nielsen, GfK y Kantar Media, este último en España), además, se ha adaptado con recursos a una realidad doméstica casi inabordable: el “consumo omnicanal”. Es decir, la serie que va dando tumbos en visionados desde la televisión convencional, conectada o no a internet, en el móvil del camino al trabajo y hasta en la tableta cocinando. Todo se fragmenta, todo se sofistica y perdemos el rastro de la ingente cantidad de datos, aunque estos solo sean del todo accesibles a las empresas de medios que sufragan los carísimos análisis. Y ni siquiera la omnicanalidad es el único reto, porque a día de hoy en España ya se tienen en cuenta -al menos- tres audiencias distintas: la de siempre (lineal), en diferido (emisión posterior, por el canal que sea) y la social (que registra conversaciones e impactos en redes). En ninguna de ellas hay datos de Netflix o HBO porque no existe una forma de medición consensuada ni en España ni en el mundo.
Mientras, en 2020 la televisión batió récords en España. Nunca habíamos visto tanta tele, tanta gente, tanto tiempo. Los datos de marzo y abril, evidentemente, fueron históricos. Y, sin embargo, ¿es posible un análisis académico, una proyección sociológica de cómo nos afecta culturalmente este medio si no tenemos datos contrastados de Amazon Prime Video o Filmin? Insisto, contrastados. Porque en el último lustro se ha asimilado la tendencia de publicar titulares con cifras elaboradas en departamentos de prensa y marketing. Debido a los intereses creados, a expandir el mensaje del éxito inagotable: Élite, La casa de papel o Fariña han acabado teniendo unas cifras de audiencia tan espectaculares como (emoji de encogimiento de hombros) irrastreables. Y el negocio no es que vaya bien, es que vivimos una auténtica edad dorada de la producción audiovisual en España. Desatada, de manera contrastable, evidente. ¿Pero cuánto? ¿Y cómo permitirnos que con tanto valor cualitativo nos vayamos a perder este aprendizaje para un crecimiento cultural expansivo y propio?
No obstante, los efectos de esta confianza ciega en los números que llegan de las plataformas generan preguntas con toneladas de peso. Las y los trabajadores tangibles del negocio, no solo actores o guionistas, sino traductores o dobladores, cobran royalties a partir de esos visionados. ¿Quién vigila esos datos? Y permítanme un último salto hacia la cultura digital en otra disciplina: compositores, productoras o intérpretes de música también asumen los datos de Spotify, Amazon Music o Deezer como ciertos. Las distribuidoras digitales son las que recogen unos datos sin supervisión pública y aceptan que el pago ‘por consumos’ es de que aquella canción del verano de tanto éxito ha tenido 72 millones de reproducciones. ¿Seguro? ¿No serán 720 millones de reproducciones? ¿O más? ¿O menos?
Se desconoce si en el Ministerio de Cultura y Deporte inquieta el tema. En las universidades, cuyo peso en la opinión pública empieza a ser preocupantemente escaso, hay cierto malestar académico: han perdido la capacidad de análisis. Y, sin análisis, ¿cómo pretendemos comprender un sector -el cultural- cuyas consecuencias sabemos que van mucho más allá de lo económico? ¿Vamos a dejar en manos de empresas extranjeras y agencias de marketing aliadas la percepción sobre relatos, intereses, diversidad e influencia de la cultura en las sociedades futuras? La mercantilización de la percepción pública es un hecho difícilmente corregible, salvo que alguien, por ejemplo desde la incómoda Europa, empiece a imaginar a qué tipo de consecuencias sociales nos aboca esta asunción de notas de prensa como valoración cualitativa de lo que somos y hacemos. Y es cuestionable acusar de opacidad a estas plataformas, porque aunque la actitud parezca evidente, diría que el escenario no les hace sentir la menor presión.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame