CARTAGENA. En su libro El genio hereditario, de 1869, el británico Francis Galton detalló los resultados de su intento, el primero conocido, de cuantificar diversos aspectos de la personalidad humana, destacadamente la inteligencia, y de evaluar su componente hereditario. Basándose en una serie de familias varios de cuyos miembros habían destacado en algún aspecto, ya fuese artístico, científico o político, Galton concluyó que "la genialidad se hereda". En apoyo de su tesis, modestamente añadió: "Y la prueba es mi familia". Se refería a que se consideraba primo del célebre naturalista Charles Darwin, pues era nieto de su abuelo paterno, Erasmus Darwin, y su segunda esposa, Elizabeth Collier. Si fama alcanzó Charles tras publicar en 1859 El origen de las especies por medio de la selección natural, no menos había logrado Erasmus tras haber publicado en 1794 su Zoonomía; o las Leyes de la Vida Orgánica, un libro a favor de la transmutación de los linajes de los seres vivos en el que anticipaba muchos de los argumentos que después expondría el celebrado Lamarck. Se preguntaba si acaso no era razonable pensar que, dadas sus similitudes, todos los animales de sangre caliente habían derivado de un filamento original, al que la Gran Primera Causa confirió vida y reproducción.
Guiándose por el Génesis, donde se relataba que Dios había creado cada animal terrestre "según su especie", casi todos los naturalistas habían venido asumiendo (injustificadamente) que los distintos linajes de seres vivos eran inmutables. El propio Carl Linneo, el sueco que nos enseñó a dar nombres a las especies con dos palabras latinas, había proclamado que había "tantas especies como Dios creó en un principio". Pues bien, ahora llegaba Erasmus Darwin, un ilustre autor cristiano, religión de la que no renegó, proponiendo que los linajes de seres vivos se transmutaban, expresión más o menos equivalente a la actual de que las especies evolucionan y que, interpretada adecuadamente, su teoría podría ser compatible con el cristianismo.
Todo el mundo tenía claro que la Primera Gran Causa de Erasmus era un eufemismo de Dios, pero nadie sabía dilucidar si era el de la revelación judeocristiana o el del deísmo, un Ser Supremo identificado por criterios meramente racionales al que posiblemente no tenía sentido adorar. La mayoría de la gente no estaba para esas sutilezas y solían opinar que las tesis de Erasmus difícilmente eran compatibles con la asentada doctrina anglicana. A pesar de ello, quizás porque atribuía explícitamente la transmutación a la Primera Gran Causa, disolviendo cualquier sospecha de ateísmo, no hubo demasiado escándalo. Y eso que los propios humanos, en tanto que animales de sangre caliente, figuraban entre los candidatos a proceder del filamento original.
"Galton comparó la inteligencia de las naciones avanzadas, deduciendo que la más inteligente era Inglaterra y la menos, España"
Pues bien, de aquel ilustre precursor provenían dos famosos nietos, Charles Darwin, quien no hizo ninguna mención en su libro sobre el origen de las especies al precedente establecido por su abuelo, y Francis Galton, quien, por el contrario, se ufanó de la genialidad imperante en su familia. Aparte de la aburrida discusión sobre si dos individuos que compartan uno de los cuatros abuelos eran o no primos, y la más intrigante de si, al omitir cualquier mención a Erasmus, el gran Charles había querido recalcar su profunda originalidad (tanta que hasta se hizo ateo), la frase abrió el debate sobre la proporción de la genialidad de Darwin que procedía de Erasmus y la que procedía de los Wedgwood, rama materna de Darwin, sangre de la que Galton carecía. En efecto, Josiah Wedgwood, abuelo materno de Darwin, se había hecho rico fabricando vajillas finas por métodos científicos y distaba de estar claro que se necesitase más genialidad para especular sobre la evolución que para innovar en porcelanas.
Lo que aquí importa es que, en su libro, Galton comparó la inteligencia de diversas naciones avanzadas, deduciendo, con toda objetividad, que la más inteligente era Inglaterra y la menos, España. Explicó por qué: el celibato eclesiástico en la católica España había dejado sin descendencia a miles de los mejores hombres y mujeres de nuestro país, mientras que los pastores anglicanos, que podían casarse, no habían privado de su valiosa semilla a las generaciones siguientes. Plenamente satisfecho con pertenecer a una familia de genios del país más inteligente, en el cual los curas tenían hijos legítimos, Galton inventó la eugenesia para ayudar a sus compatriotas a mantener ese nivel de excelencia y a los demás, incluidos los españoles, a intentar alcanzarlo.
Su proclama no cayó en el vacío. Tras descubrir la hirudina, la sustancia anticoagulante de las sanguijuelas, el influyente médico John Berry expuso en su libro Darwinismo y progreso racial, de 1908, que la calidad genética de los españoles había ido degradándose, mientras que la de los ingleses no se había deteriorado. Lejos de limitarse a repetir la tesis de Galton, la enriqueció con un nuevo argumento: los ingleses no se habían estropeado porque no se mezclaron con las tribus indígenas de las tierras que colonizaron, mientras que los españoles se mestizaron con "razas inferiores", lo que fue en su perjuicio.
Una vez leídos los textos de esas dos eminencias británicas no es necesario argüir nada a favor de la Hispanidad. Ninguno de los dos explicó nunca por qué el imperio español había sido anterior y más extenso que el inglés, ni por qué el médico español Balmis, ayudado por la enfermera Zendal, había llevado a América la vacuna contra la viruela, mientras que los ingleses regalaron mantas con el virus a los indios para exterminarlos. Ni siquiera sería necesario recordar las universidades y los hospitales que los españoles construyeron allí, por no hablar de las leyes para proteger a los indios. Bastaría con tomarle la palabra a Berry para poder informar al presidente mejicano, López Obrador, y a todos los neoindigenistas antiespañoles modernos, que ellos llevan sangre española y que fueron ellos, los criollos, los que más dañaron a los indios cuando se independizaron de España. De hecho, ninguna de las naciones que ahora gobiernan existiría de no haber sido por los colonizadores españoles, de modo que, sin quieren que pidamos excusas a las tribus indias, que nos acompañen en la petición. Mal hace Biden en criticar a Colón; más le valdría enterarse de que fueron los 102 navegantes a bordo del Mayflower los que generaron una población exterminadora de los indios norteamericanos (y les quitaron a los criollos mejicanos Texas y California, que habían sido parte de Nueva España mientras nuestros colonizadores permanecieron allí).
"Wallace se sorprendió de la generosidad de los misioneros católicos, cuyo modo de colonizar consideró muy preferibles a los de los anglicanos"
Una excepción a la cínica hispanofobia británica la constituyó el naturalista Alfred Russel Wallace, cuya biografía me acaba de publicar la editorial Guadalmazán coincidiendo con el aniversario de Gonzalo Fernández de Córdoba, "el Gran Capitán". Proveniente de una culta familia empobrecida, Wallace siempre tuvo que trabajar para vivir. Autodidacta, ideó por su cuenta una teoría de la selección natural (le forzaron a publicarla en 1858 junto con Darwin para que el adinerado no perdiese la prioridad). Además, aportó numerosas pruebas de que la distribución geográfica de los animales y las plantas corroboraba la realidad de la evolución y ofreció una teoría del origen del hombre alternativa a la de Darwin, en la que nos dotaba de un espíritu inmortal, lo que la hacía compatible con la religión. Se opuso a la eugenesia porque, como señaló previsoramente, la sociedad era demasiado injusta para ser capaz de elegir adecuadamente quién debería tener hijos y quién no (recordemos a Hitler). Además, defendió que era falso que los negros fuesen inferiores a los blancos. Y en cuanto a los españoles, durante su exploración del archipiélago malayo se sorprendió de la generosidad de los misioneros católicos (la mayoría franceses), cuyo modo de evangelizar y colonizar consideró muy preferibles a los de los anglicanos. Culminó proponiendo que Inglaterra debería devolver Gibraltar a España. No es extraño que los británicos tratasen de ocultarlo a la sombra de Darwin.
En su honor, el Aparecido se une esta semana a los que, desde Julián Marías para acá, han celebrado el día de la Hispanidad. En respuesta a la incansable separatista Pilar Rahola, quien ha declarado finamente que "celebrar la Hispanidad es una puta vergüenza", le diré que es, más bien, "un puto honor" (del cual se han descolgado en Barcelona el PSC y, de forma incomprensible, Cs). Y a Galton y a Berry solo tres palabras: Blas de Lezo.
JR Medina Precioso