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LA LIBRERÍA

'Un valor imaginario', prólogo a la nada de Stanisław Lem

Fue un genio y por eso es capaz de hacer algo como esto, un compendio de Prologogía o Introduccionística, una gran e inteligentísima broma de la misma naturaleza que su Vacío perfecto

18/04/2022 - 

VALÈNCIA. Es, quizás, la madre de todas las preguntas junto a por qué hay algo en lugar de nada, o tal vez una formulación alternativa de la misma cuestión: todo comenzó con el big bang, vale, pero, ¿qué sucedía antes? ¿Qué hubo antes del principio? Para los creyentes en una fuerza divina y omnipotente es lo mismo: dios —el que sea— creó todo lo que conocemos. ¿Y quién creó a dios? Con este tipo de respuestas la cadena hacia atrás nunca se acaba. Siempre hay un y quién más. Las respuestas tienen que ser otras. Los conceptos tienen que ser otros. A lo mejor es que principio y final son solo parámetros humanos, hitos que utilizamos para aclararnos dentro de nuestra comprensión limitadísima de este entorno a escala inhumana que nos rodea. Puede ser. En el caso de los libros, esta cuestión del principio y lo que va antes del principio es mucho más sencilla de tratar. Las obras no comienzan en la página número uno. Suelen comenzar en la trece, quince, o cuarenta y siete. 

Antes del principio hay muchas cosas: páginas técnicas como créditos, títulos o caras en blanco de cortesía, pero también la obra de otros que no consideramos propiamente la obra. Obras preobra que en muchas ocasiones obviamos, obras que saltamos sin compasión, y que incluso despreciamos. Son muchos quienes afirman nunca leerlas por principios. De nuevo el principio. Estas anteobras reciben el nombre de prefacios y prólogos, y pueden ser exaltaciones auténticas de lo que viene después, sonrojantes e hiperbólicos preámbulos destinados a condicionar nuestra lectura —el tiro suele salir por la culata y la lectura, en lugar de en positivo, se condiciona en clave de rabia—, o bien pueden ser necesarias introducciones al cosmos de la autora o del autor en el que nos zambulliremos una vez la preobra acabe con esa fórmula que implica firma, fecha, y a veces una posición geográfica también.

Hay prólogos criminales que nunca deberían haberse escrito. Han emergido del mismo anillo infernal del ridículo que muchas fajas de esas que envuelven los libros con un abrazo rojo o azul de pobreza intelectual. Uno recuerda un prólogo a Poeta en Nueva York en el que el autor previo al autor pontificaba sobre lo que quería decir Lorca exactamente con este o aquel verso, con esta o aquella palabra concreta. Como si el granadino, en lugar de escribir para decir, pero sobre todo para evocar, hubiese tratado simplemente de codificar un mensaje anodino y prosaico mediante la poesía. El prólogo, arrogante y estúpido hasta la náusea, traducía las imágenes como haría un personaje de El código Da Vinci: si pone reptil, sustitúyase por —lo que sea que decía aquel prologuista—. Si dice rascacielos, cámbielo por ansiedad —por ejemplo—. El genio polaco Stanisław Lem, del que hablamos por aquí periódicamente gracias a la labor del sello Impedimenta, que está editado de un modo maravilloso toda su obra, era un cachondo, y sabía reírse mucho de aberraciones como esta. 

De hecho dedicó parte de su obra a ello, y lo hizo escribiendo prólogos a obras inexistentes: una genialidad absoluta, divertidísima y excepcional a nivel literario, que se recoge en diferentes antologías, como son Vacío perfecto, o en este caso, Un valor imaginario. Así, en el prólogo a su antología de prólogos, explica Lem lo siguiente: “El arte de escribir prólogos lleva tiempo clamando por que se le otorguen títulos de nobleza. Asimismo, yo llevo tiempo sintiendo el apremio de dar satisfacción a esta literatura marginada, que guarda silencio sobre sí misma desde hace cuarenta siglos, esclava de las obras a las que vive encadenada. ¿Cuándo si no en la época de la ecumenización, es decir, de la razón universal, debemos, por fin, hacer el don de la independencia a ese género noble, oprimido desde su misma cuna?

Esperaba, sin embargo, que algún otro cumpliera con este deber, no tan solo estéticamente acorde con la corriente de desarrollo del arte, sino de suprema urgencia según los cánones de la moral […] nadie libera a la Prologogía del presidio, de la noria del trabajo servil. No me queda, por tanto, otro remedio: yo mismo debo, aunque más por sentido del deber que por impulso del corazón, ofrecer mi ayuda a la Introduccionística, convertirme en su libertador y partero”. Esta liberación lleva a Lem a escribir varias piezas de extraordinario valor —entre las que se incluye ese autoprólogo a los prólogos—: en Necrobias, Lem introduce la obra del artista Strzybisz, quien por medio de rayos X genera unas imágenes en las que entrelazados, los esqueletos de los modelos y una insinuación difusa de sus contornos cárnicos nos hablan de la muerte y de la vida. A continuación, en La erúntica, Lem nos introduce a Reginald Gulliver, “filósofo-diletante y bacteriólogo amateur que decidió enseñar a las bacterias la lengua inglesa: “El primero en dominar la sintaxis inglesa a nivel del basic English fue el Proteus orator mirabilis 64; en cambio, la E. coli eloquentissima, aun en la generación 21 000, incurría siempre, por desgracia, en errores gramaticales”. En Historia de la literatura bítica, Lem se anticipa al hoy con un prólogo a una obra acerca de la literatura no humana, sino maquinal. 

Hoy, cuando los textos escritos por algoritmos resultan en muchísimos casos indistinguibles de los escritos por un ser humano, hasta el punto de que no solo resultan imposibles de diferenciar, sino que son mejores a los que podrían escribir la mayoría de nuestros congéneres, este prólogo se revela todavía más brillante de lo que parecería en su momento. En Extelopedia Vestrand en 44 magnetomos, Lem demuestra de nuevo ser capaz de ver el futuro: su preocupación en este caso es la desactualización de las enciclopedias en el mismo momento de su nacimiento, debido al lógico proceso de escribir sus artículos y publicarlos, entonces, en papel. Juega Lem a proponer una enciclopedia que explicaría asuntos futuros. No solo eso: en Un valor imaginario se incluyen páginas de esa Extelopedia. Alucinante. Para el final, reserva Lem un último juego: un prólogo a su propia historia Golem XIV, la inconmensurable inteligencia no humana de la que el ser humano busca obtener respuestas trascendentales, y que un buen día, simplemente, se acaba marchando. De Golem XIV nos regala Lem prefacio, prólogo, instrucciones, y una conferencia inaugural. Monumental. Y dicho todo esto, ahora solo queda que el lector vaya avance hasta el principio, y lea lo que realmente importa.

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