Una de las obras más interesantes y singulares del dibujante de cómics salido del underground de Los Angeles en los 80, Beto Hernández, es el recorrido semi-autobiográfico de Tiempo de canicas. Unas páginas en las que muestra cómo discurrían las complejas relaciones de los niños, que no hacían otra cosa que simular el mundo irracional de los adultos
MURCIA. Me imagino que el mundo de los niños poco ha cambiado en sus fundamentos a raíz de las noticias que desgraciadamente son tan frecuentes. Eso tan bucólico que llamamos infancia yo lo recuerdo como un lugar lleno de peligros. Afortunadamente, no eran mortales, como muchas infancias en condiciones muy desfavorables, pero sí que eran desagradables. Los matones eran frecuentes. Ahora se les llama bully, pero antes estaban por todas partes como para tener un nombre en inglés. En alta o baja intensidad, la infancia, sin padres al lado, era una lucha contra la ley del más fuerte.
Sin olvidar que nosotros también éramos matones cuando nos tocaba, porque lo normal es aprender de los abusos cuando los recibes, pero también cuando los cometes. En aquellos años, el miedo siempre estaba presente, generalmente, a convertirse en la diversión de alguien más mayor que está aburrido y frustrado. A mí me parecían monstruos esos seres que iniciaban la adolescencia, con sus granos y cuerpos deformados a lo largo y a lo ancho –eso es el crecimiento en esa fase- estaban rabiosos consigo mismos y canalizaban esa ira puteando a los niños más pequeños.
Otro detalle era ponerse a prueba. Veo que siguen existiendo en las redes sociales, pero entonces los retos y sus códigos de honor sucedían en la calle. Había que hacer cosas para formar parte de un grupo. A veces no estaba tan reglado como con la pertenencia a un club, pero sucedían a diario. Podían ir del tocar heces (de perro) con las manos desnudas a llamar a timbres, pasando por mangar en establecimientos comerciales.
También era lacerante el fetichismo. La obsesión con cromos o tebeos, compartirlos, robárnoslos, codiciarlos, envidiarlos. Eran tesoros valiosos y lo único que en esos benditos años nos daba caché. No había vidas construidas para poder compararse, como tanto hacen los adultos de manera obsesiva y neurótica –más ahora que nunca con las redes- y entre las pandillas de críos ni siquiera el nivel socioeconómico acababa siendo importante.
Lo que lo movía todo era la personalidad e imaginación de cada uno, también sus habilidades en los juegos, y las relaciones interpersonales estaban marcadas por esas simulaciones de vida adulta (poseer, conseguir, ser mejor) reproducidas sin mucho sentido a través del juego. Todo esto se recuerda siempre con nostalgia, que puede parecer un sentimiento dulce, pero aquellos días de dulce tenían bastante poco.
Un reflejo de esta infancia lo tuvimos en viñetas en la obra Tiempo de canicas, de Beto Hernández. No es de las principales en su generosa trayectoria, ni de las más reseñadas, pero sí es de las más especiales. Al menos, debería serlo para el que fue niño.
Los personajes sufren los subidones de adrenalina que suponía pasar por el lugar equivocado, es decir, donde alguien o un grupo te va a tirar al suelo y putear un rato. Se obsesionan con sus pequeñas pertenencias, tienen sus diálogos en el que enfrentan sus incompletas visiones del mundo. Entretanto, la pulsión artística, a menudo megalómana, como escribir el guión de una película, también está presente en las pequeñas mentes de los personajes de este cómic como lo está en todo grupo humano de esa edad.
Dice un personaje: “solo simulaba robar en los coches para que Barnabas no me considerara un marquita”, una frase universal en el mundo de los críos ochenteros y de otras épocas. También es destacable una de las grandes subtramas, la decisión que toma una chica de empezar a ser femenina, en su entorno se diría girly, para ser atractiva, aunque esa apariencia y maneras vayan en contra de su naturaleza, mucho más inteligente que el reparto de roles sociales tradicional.
Los hermanos Hernández tienen un lugar consagrado en la historia del cómic del final del siglo pasado. El Víbora dio buena cuenta de ello y los lectores pudimos sumergirnos en un universo hipnótico y sugerente, Love & Rockets, en el que se iban repitiendo los personajes una y otra vez. Ahora La Cúpula va a traer a Gilbert “Beto” Hernández con motivo de la reedición de su Palomar.
Se trata de una obra que marcó a una generación de lectores de cómics. Un pueblo fronterizo imaginario en el que te sumergías en las relaciones que se iban estableciendo entre sus miembros. Es un tópico literario recurrente, pero si este tenía valor era porque servía para expresar la visión del ser humano que tiene el autor.
Estas historias no salían de un código moral ni una postura política, ni tampoco estaban encorsetadas en clichés psicológicos racionales, sino que se acercaban al comportamiento de las personas sin apriorismos, como en un afán por entender lo paradójicamente más incomprensible: lo que nos rodea, la realidad cotidiana. Como decía el filósofo Jiddu Krishnamurti, que murió en California precisamente: “La capacidad de observar sin evaluar es la más elevada forma de inteligencia”.
En Tiempo de canicas también se le echaba ese pulso al lector. ¿Entrañables historias? No, incómodas. En la aparente inocencia del relato y la ausencia de efectismos, lo que late es un puzle en el que no encajan las piezas. La obsesión de los lectores es que lo hagan, puesto que en la vida esto casi nunca sucede, pero Beto cuando nos permite transitar por sus recuerdos no es para fomentar deducciones, sino emociones.
Su narrativa collage fomenta esa vista atrás, sin tanta lógica como en cualquier intento memorístico, sino con los trazos de lo que es, a fin de cuentas, un periodo absurdo, de relaciones que simulan otro absurdo aún mayor, el de los adultos. Al final de la obra venía un glosario de términos para no perderse en las referencias culturales, tan importantes para un mundo infantil y tan difíciles de pillar al cambiar de país. También hay un artículo de Corey K. Creekmur que tiene una frase demoledora sobre el comportamiento infantil. Sentencia: “momentos de trauma infantil con la lógica absurda que a menduo manifiestan cuando empiezan a darse cuenta de que viven en un mundo irracional”. Amén.