COMO AYER / OPINIÓN

¿Quién le pone la mascarilla al gato?

25/07/2020 - 

MURCIA. Una vez enmascarado el país por orden superior (al revés que cuando el motín de Esquilache) y aprobada la variopinta normativa sancionadora aplicable a los infractores, queda lo más complicado y en verdad determinante: hacerla cumplir.

Y no es cuestión baladí, porque siendo cierto que la inmensa mayoría del personal pone voluntad (no siempre acierto) en ajustarse a las exigencias planteadas para evitar (o minimizar) una nueva propagación del virus, no lo es menos que hay una minoría suficientemente numerosa como para dar al traste con el esfuerzo y la disciplina de los más.

Lo que está en juego es, nada más y nada menos, la vida y la hacienda de los españoles. Todo lo que sea sumar fallecimientos a los cerca de 30.000 que confiesa el Gobierno Sánchez es una tragedia. Y todo lo que sea sumar restricciones a la libertad, debido a la irresponsabilidad de algunos, ahondar en una crisis económica y social que cada vez pinta peor.

Pero si las llamadas a la prudencia no tienen el eco suficiente, se hace necesario sancionar, porque ese es, por desgracia, el único lenguaje que entienden algunos. Pero ¿quién le pone la mascarilla al gato? ¿quién ejerce el legítimo poder coercitivo para hacer entrar en razón a los insensatos? Porque si hemos de juzgar por lo que llevamos visto por las calles, se diría que nadie. 

En el caso de las regiones que carecen de policía autonómica, que son casi todas, la autoridad regional dicta normas, y las fuerzas de seguridad, que no dependen de ella, o lo que es igual, las nacionales y las locales, son quienes deben perseguir las malandanzas de los insolidarios, de los que ponen en juego la salud y el bienestar de todos. Y han de hacerlo, desde luego, con más empeño que hasta ahora lo han hecho, en esta normalidad enmascarada.

Hay que reconocer que, sin perjuicio de que las precauciones a adoptar sean de diversa índole, estos son los días de la mascarilla, y también de las dudas sobre su uso y su efectividad. Como lo fueron también, hace un siglo, con ocasión de la mal llamada gripe española de 1918, que se cobró más de 40 ó 50 millones de víctimas en todo el mundo (no hay datos ciertos) y que muchos pretendieron alejar de sí con una máscara de tela y gasa con la que la población se sentía más segura, aunque, al parecer, fueran del todo inútiles.

Aquella feroz pandemia, que dio la cara en marzo del año referido, causó estragos hasta el verano de 1920, cien años justos atrás. En España no se le llamó gripe española, obviamente, sino ‘el soldado de Nápoles’ o ‘la enfermedad de moda’, como explica una crónica periodista publicada por ‘El Liberal’ en los días finales de mayo de 1918: “vamos a contarles como es la enfermedad de moda, que en forma de brutal epidemia se ha metido en las casas de Madrid, y que por haber entrado en todas, absoIutamente en todas, hemos dado en llamarle el soldado de Nápoles, cancioncita que también está a estas horas, ya en forma de rollos de pianola, ya en la de discos de gramófono, ya en la de cocineras cantatrices, en todos los pisos de todas Ias casas de la villa y corte”.

Cuando se vio que la cosa iba muy en serio, y que la gente se moría a chorros, la broma tuvo menos gracia, y la más pegadiza y popular pieza de la zarzuela ‘La canción del olvido’, estrenada en Valencia en 1916 y reestrenada en Madrid en marzo de aquél año fatídico, siguió teniendo el mismo éxito, pero ya desvinculada de la evolución de la mortífera epidemia. 

Una epidemia en la que el diferente tratamiento que se dio a la medida de distanciamiento social en dos grandes ciudades norteamericanas permitió extraer rotundas conclusiones sobre su efectividad. Y fue que en el mes de septiembre, distintas localidades organizaron desfiles para promover los bonos de guerra, cuyas ventas ayudarían en la financiación del conflicto bélico que desangraba a la humanidad a la par que la gripe. Y mientras que Filadelfia decidió seguir adelante con el evento, San Luis optó por cancelarlo. Un mes después, más de 10.000 personas habían muerto de gripe en la primera, mientras que en San Luis, el número total se mantuvo por debajo de 700.

Aparte del distanciamiento, remedios eficaces para hacer frente a aquella grippe (así se escribía entonces) hubo pocos, porque no eran tiempos de vacunas ni de tratamientos mediante antibióticos, porque ni lo uno ni lo otro se había inventado aún. Por no hablar de las condiciones higiénicas o de la extensión de la sanidad pública.

Lo que no impidió que se pudieran leer en la prensa murciana cosas tales como estas: “Agua contra la epidemia de moda. Por sus condiciones digestivas, se sobrepone a todas el agua pluvial de la Casa Grande. Acequia, núm. 10”. O bien: “Epidemias contagiosas se evitan lavándose con jabón Zotal”. Por no hablar de los sorprendentes efectos de este producto: “Gran ponche español Ruiz (coñac viejo jerezano). Efectos maravillosos contra la epidemia”.

Y como despedida hasta septiembre, cuando volveré a esta ‘cofradía de la columna’, que diría Antonio Burgos, a reencontrarme con mis pocos o muchos lectores, extracto uno de los balances que se hicieron, con la grippe ya en su recta final, sobre las causas de su propagación: “Apatía por parte de las autoridades; ignorancia por parte del público; poco aprovechamiento de las lecciones experimentales del año anterior; olvido de parte de los médicos de su misión preventiva; ignorancia de muchos sobre la forma de propagación; asistencia a lugares cerrados en que se aglomera el público; descuido en el lavado frecuente de las manos”. De esto hace 100 añitos. Está todo dicho.    

José Emilio Rubio es periodista

 

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