MURCIA. No siempre ha sido ni es así: en los orígenes, nuestra especie, o aquellas que condujeron a que fuésemos lo que hoy somos, se refugiaban donde podían mientras seguían a las otras especies a las que daban caza, o bien se establecían en cavernas en las que las familias prosperaban al calor del fuego que iluminaba la oscuridad telúrica y espantaba a los depredadores que poblaban la noche de pesadillas. En aquellos espacios prestados por la tierra se desplegaba la cultura: decorábamos las paredes con escenas cinegéticas y con transferencias de las manos quién sabe de quién o por qué, pura estética o conmovedores romances prehistóricos, y enterrábamos a los muertos para que descansasen cerca de los vivos con rituales que hablan de creencias ancestrales. Comenzaba entonces a declinar definitivamente el nomadismo, que tocaría a su fin —como opción predominante— con la llegada de la agricultura y la necesidad de establecernos de forma permanente junto a esos vegetales, frutos o cereales que necesitábamos atender, proteger y defender de otros hambrientos.
Con las cosechas neolíticas y la ganadería llegó la esclavitud, y una nueva forma de territorialidad estática, pero también los asentamientos y las casas que hoy han degenerado en pisos con la colmenización de nuestras vidas —pero es otra historia—. El ser humano ya nunca volvería a llevar su hogar a cuestas: despertaba el deseo de la caverna artificial propia, un lugar que hablase de lo que éramos y de lo que queríamos ser. Una minúscula parcela propia en la parte seca de un enorme planeta acuático que es mucho menos que un grano de arena en el desierto a escala cósmica. Una aspiración lógica y modesta. No faltaba demasiado tampoco para que la especulación hiciese acto de presencia en los oscuros rincones del cerebro humano que algún día nos llevarán a la ruina final.
Hoy día las cosas han cambiado mucho, y las casas, también. La vivienda, en la forma que sea —que se lo digan a Ibiza—, es para la mayoría algo así como una necesidad básica de lujo. Un sueño y una pesadilla. En el sálvese quien pueda que nunca cesa, los especuladores de gran envergadura, los cóndores, han acumulado propiedades en festines de carroña como la crisis de 2008, y a la sombra de sus alas, carroñeros menores oportunistas han seguido el ejemplo pelando del todo el cadáver, al que ya solo le quedan escasos jirones de pellejo y poco más.
La escritora argentina Florencia
del
Campo sabe de crisis y de casas: fue en una residencia en la que se gestó Que tenga una casa, obra que publica Candaya y que según narra la autora, comenzó a ser planteada como un libro de relatos acerca de las casas familiares, arraigadas en diferentes países y continentes, pero evolucionó hasta ser la historia de su paso por diferentes habitaciones —en su primera acepción— tras su llegada a España, en la ciudad capital cuidando de niños ajenos, o en Segovia alejada de todo lo urbano, y de su búsqueda posterior de una casa propia gracias a la venta de la casa familiar en Argentina: algo más de cincuenta mil euros para dar con su parcela de mundo, recorriendo la sierra de anuncio en anuncio hasta los confines de lo práctico, en la frontera con lo genuinamente emocional:“Durante muchos meses, quizá medio año, tener una casa comprada y dejar de pagar el alquiler mensual de una habitación en Madrid no me supuso ningún alivio económico puesto que todos esos meses gasté lo mismo en reparaciones o compras de cosas imprescindibles para la casa. Disfruté mucho la sensación de propiedad no tanto por la propiedad misma sino por la posibilidad que da de fantasear. Desde que compré la casa aprendí muchísimo de arquitectura y reformas y dediqué horas a mirar libros de diseño. Tengo archivos fotográficos con ideas para la casa. No puedo acceder a nada de ello, pero en esa imposibilidad hay algo que es honesto conmigo.