MURCIA. Cuando crees que la ves cruza la pared, y de pronto, con un chasquido, ya no es un antojo de la vista a merced de las sombras, sino una presencia auténtica que se encuentra a tu lado y a la que sin embargo no podrías atrapar. ¿A quién vas a llamar?
De los seres sobrenaturales que pueblan nuestras épocas y sus correspondientes miedos sociales, esta es la familia que más ha sufrido la aceleración de los acontecimientos hacia velocidades inhumanas: en las etapas más recientes y en otro orden de horrores, hasta los muertos vivientes han quedado atrás superados por velocísimos infectados, y estos han cedido a su vez el testigo a horrores cósmicos ya planteados hace décadas y de los que ahora se abusa por pereza en el mostrar (y explicar).
Los muertos no vivientes, esas entidades a las que en español llamamos fantasmas con una palabra emparentada con la fantasía —y ambas con el hecho de ver— parecen ser producto de otra era, de una en la que la experiencia del tiempo no era la de un futuro hipersónico que nos alcanza letal desde el mañana, y la del espacio se desarrollaba en un hogar que podíamos considerar nuestro y no de un leviatán que se traga las rentas y exige terribles sacrificios en el altar de la vivienda. El fantasma, pese a todo, sobrevive y cabe pensar que nos observa sin necesidad de sobresaltarnos más de lo que ya lo estamos: es posible que los ritmos del milenio y la hipnosis tecnológica, con sus redes apresando nuestro cerebro, lo hayan hecho más invisible que nunca, que estemos pasando por alto sus sutiles intentos de comunicarse —cuadros que se caen, voces infantiles en habitaciones vacías, mensajes en el vaho de un cristal—, sofocados por las notificaciones del espejo negro.
Es por ello que se agradece tanto la paz inquietante que provoca el extraordinario Libro de visitas: historias de fantasmas de Leanne Shapton que publica Comisura con traducción de Ana Flecha Marco y una edición exquisita: sus páginas son un registro de los relatos fragmentarios que narran existencias evanescentes en la frontera de lo que es y de lo que no es, porque solo así puede hacerse justicia a la naturaleza de las presencias que habitan nuestras casas y nuestras vidas. Liberado del yugo del presente, el fantasma se desplaza en los ejes del espacio-tiempo con un tipo distinto de libertad no lineal, adelante, atrás o en círculos, arriba y abajo, alrededor, disfrutando de una perspectiva única pero sujeta, y esa es su condena, a las situaciones que los definen.
Shapton habla de ellas y de ellos por medio de una antología de collages en los que hace uso de fotografías de personas, lugares y objetos, imágenes en las que siempre se percibe un velo difuso y a las que acompañan las palabras que completan el relato: estos relatos son en ocasiones más evidentes y en otros tan escurridizos que podría creerse que ni siquiera lo son, que hemos visto lo que no era por efecto de la imaginación —de nuevo el parentesco etimológico, imagen, ver—; sin embargo un cosquilleo en la nuca nos dice que sí hay algo ahí, algo poético, muy humano, escondido en la textura del papel y en las sombras de la tinta. Ocurrirá que pasaremos la página y como quien avanza rápido por un pasillo, acertaremos a percibir figuras, extrañas pareidolias que nos miran fijamente durante un instante y que se desvanecen a continuación.
De los fantasmas inquilinos de este libro de visitas, es el caso del omnipresente y popular Edward Mintz uno de los que más llaman la atención cuando se cae en la cuenta, y esto es importante: hay que atender a todos los detalles que revela el collage o de lo contrario la historia puede, por su naturaleza fantasmagórica, no ser percibida en todas sus dimensiones. Encontramos también un tenista con una habilidad sobrenatural para anticipar la trayectoria de la pelota víctima de dolorosos y traumáticos arrebatos producto de la victoria, una relación de pareja unida por una antipasión heladora como cuando respiran las ánimas en una estancia, una colección de vestidos y sus difuntas realidades, e incluso unos tiburones, los prodigiosos tiburones de Groenlandia, que no solo son capaces de vivir siglos —y así sabemos que es, y esto no es ficción—, sino que según se asegura en tabernas de pescadores, tardan mucho en darse cuenta de que han muerto.
Los fantasmas del libro encantado de Shapleton quieren desdibujar los límites y hacernos dudar de quién está dentro y quien está fuera, si estamos descubriendo el rastro de sus visitas o si somos nosotros quienes los visitan asomando los ojos en su casa de muñecas, un limbo literario en el que unos y otros conviven y que quizás estemos conociendo por una ventana ambivalente y difusa, un umbral que cruzamos con la invitación de la autora, quien podría ser también parte irrealidad, es razonable dudar, y esto es otra virtud de la obra: a partir de cierto punto soltaremos los asideros de la comprobación y nos dejaremos llevar, y es entonces cuando de veras habrá comenzado el viaje astral y entraremos en el juego laberíntico de callejones sin salida y puertas que se abren a un resplandor mortecino, de pasadizos entre historias que sospecharemos, se han tejido con retazos de hechos reales y ficticios, en qué medida es algo que no sabremos ni querremos saber, porque al igual que una metáfora puede ser la forma más precisa de definir, la vida íntima de los fantasmas, como la nuestra propia, no es más —ni menos— que un sorprendente ejercicio literario, solo que en nuestro caso a ese collage le llamamos memoria cuando queremos decir autoficción.
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