Es por ello que se agradece tanto la paz inquietante que provoca el extraordinario Libro de visitas: historias de fantasmas de Leanne
Shapton que publica Comisura con traducción de Ana
Flecha
Marco y una edición exquisita: sus páginas son un registro de los relatos fragmentarios que narran existencias evanescentes en la frontera de lo que es y de lo que no es, porque solo así puede hacerse justicia a la naturaleza de las presencias que habitan nuestras casas y nuestras vidas. Liberado del yugo del presente, el fantasma se desplaza en los ejes del espacio-tiempo con un tipo distinto de libertad no lineal, adelante, atrás o en círculos, arriba y abajo, alrededor, disfrutando de una perspectiva única pero sujeta, y esa es su condena, a las situaciones que los definen.
Shapton habla de ellas y de ellos por medio de una antología de collages en los que hace uso de fotografías de personas, lugares y objetos, imágenes en las que siempre se percibe un velo difuso y a las que acompañan las palabras que completan el relato: estos relatos son en ocasiones más evidentes y en otros tan escurridizos que podría creerse que ni siquiera lo son, que hemos visto lo que no era por efecto de la imaginación —de nuevo el parentesco etimológico, imagen, ver—; sin embargo un cosquilleo en la nuca nos dice que sí hay algo ahí, algo poético, muy humano, escondido en la textura del papel y en las sombras de la tinta. Ocurrirá que pasaremos la página y como quien avanza rápido por un pasillo, acertaremos a percibir figuras, extrañas pareidolias que nos miran fijamente durante un instante y que se desvanecen a continuación.
De los fantasmas inquilinos de este libro de visitas, es el caso del omnipresente y popular Edward
Mintz uno de los que más llaman la atención cuando se cae en la cuenta, y esto es importante: hay que atender a todos los detalles que revela el collage o de lo contrario la historia puede, por su naturaleza fantasmagórica, no ser percibida en todas sus dimensiones. Encontramos también un tenista con una habilidad sobrenatural para anticipar la trayectoria de la pelota víctima de dolorosos y traumáticos arrebatos producto de la victoria, una relación de pareja unida por una antipasión heladora como cuando respiran las ánimas en una estancia, una colección de vestidos y sus difuntas realidades, e incluso unos tiburones, los prodigiosos tiburones de Groenlandia, que no solo son capaces de vivir siglos —y así sabemos que es, y esto no es ficción—, sino que según se asegura en tabernas de pescadores, tardan mucho en darse cuenta de que han muerto.
Los fantasmas del libro encantado de Shapleton quieren desdibujar los límites y hacernos dudar de quién está dentro y quien está fuera, si estamos descubriendo el rastro de sus visitas o si somos nosotros quienes los visitan asomando los ojos en su casa de muñecas, un limbo literario en el que unos y otros conviven y que quizás estemos conociendo por una ventana ambivalente y difusa, un umbral que cruzamos con la invitación de la autora, quien podría ser también parte irrealidad, es razonable dudar, y esto es otra virtud de la obra: a partir de cierto punto soltaremos los asideros de la comprobación y nos dejaremos llevar, y es entonces cuando de veras habrá comenzado el viaje astral y entraremos en el juego laberíntico de callejones sin salida y puertas que se abren a un resplandor mortecino, de pasadizos entre historias que sospecharemos, se han tejido con retazos de hechos reales y ficticios, en qué medida es algo que no sabremos ni querremos saber, porque al igual que una metáfora puede ser la forma más precisa de definir, la vida íntima de los fantasmas, como la nuestra propia, no es más —ni menos— que un sorprendente ejercicio literario, solo que en nuestro caso a ese collage le llamamos memoria cuando queremos decir autoficción.