Cheers, al calor del amor en un bar
Nadie daba un duro por una serie sobre un bar en el que todo el mundo sabía tu nombre, pero fue un éxito que no conoció fronteras y duró trece temporadas
MURCIA. Querido espectador, querida espectadora: usted no tiene por qué poner a competir a las series entre sí. Puede verlas como le dé la gana o, incluso, fíjese qué excentricidad, no verlas si no quiere. ¿Que a qué viene esta admonición un poco de Perogrullo? Es una declaración desesperada ante tanta llamada a la competición y la comparación, ante ese “solo puede quedar una” que se ha desatado incontrolable en medios y redes ahora que han aterrizado dos de las series más caras y esperadas, El señor de los anillos: Los anillos del poder en Amazon Prime y La casa del dragón en HBO Max. No es un fenómeno nuevo, desgraciadamente, solo que la confluencia de ambos títulos lo ha puesto de manifiesto de forma descarnada. Parece que hay que elegir bando, o eres de elfos o eres de dragones. Y no es así. Esta supremacía de una lógica competitiva hipercapitalista que acabamos interiorizando aun sin querer lleva demasiado tiempo operando. Un pensamiento binario demoledor, que hace mucho daño a la cultura y que salpica a nuestro ocio y nuestro disfrute.
Hay que dejarlo claro. Las que compiten son las empresas: por nuestra atención, por nuestra suscripción, por nuestro like, por nuestra sumisión a sus algoritmos, por sus cuentas de beneficios y hasta por dominar el mundo en algún caso. Y sí, obviamente los productos con los que compiten son artefactos carísimos como los títulos que hemos citado, grandes operaciones comerciales para captar todo nuestro interés y machacar al rival. Pero nosotros, el público, los espectadores y espectadoras, no tenemos por qué entrar en esa lógica. Si resulta que los artefactos en cuestión, además de operaciones comerciales diseñadas hasta la extenuación, resultan ser obras bien hechas, que nos gustan y entretienen, podemos disfrutarlas sin más, sin ponerlas a competir ni compararlas.
Para los puristas que estén ya escandalizados por considerar obras culturales de interés a estos productos diseñados al milímetro por grandes empresas, un paseo por la historia del cine. El Hollywood clásico, ese que tanto admiramos, se construyó sumando productos manufacturados por grandes estudios organizados al modo taylorista. ¿Nos gusta el taylorismo? Pues no, claro. ¿Nos gustan el cine de Hitchcock, Lo que el viento se llevó, Casablanca, Ser o no ser, las películas de los Hermanos Marx o Cantando bajo la lluvia? Por supuesto. Son, a la vez, obras culturales y productos comerciales, hechas con la intención de llegar al mayor número posible de personas. En ellas, como en La casa del dragón o Los anillos del poder, sus artífices, desde el último técnico al más excelso creador, pusieron su talento y saber al servicio de la obra, pagada por una gran corporación.
Son otros tiempos e, indudablemente, el poder y el alcance de la MGM en los años 50 del siglo pasado no era el mismo de Amazon en el siglo XXI, exponente máximo de la peor cara del capitalismo, pero es una cuestión de escala. Es más, si retrocedemos en el tiempo y pensamos en las obras artísticas que amamos y visitamos en museos o en nuestros periplos turísticos, la mayoría son encargos y expresión del poder político, religioso o económico, ya sean palacios, castillos, cuadros o esculturas, lo que no nos impide admirar a Velázquez, Bernini, la catedral de Burgos o las pirámides de Egipto.
Claro que ayudaría mucho que los medios, especializados o no, grandes y pequeños, no dedicaran tanto esfuerzo y espacio a resaltar esa competición y a hablar de números, rankings, listas y comparativas, qué cansinos. Audiencias y recaudaciones copan artículos y titulares redactados como una sangrienta batalla por el primer puesto: el título A machaca en taquilla al título B, la serie nosécual reina en las pantallas, nadie puede con lapeliquetodoelmundove. Es el “solo puedo quedar uno”, tan dañino en general y en particular, sobre todo cuando hablamos de cultura. El afán clasificatorio, esa necesidad de reducirlo todo a números y cantidades, surge por todas partes, y hasta la vieja y querida Fotogramas se pasa la vida haciendo listados y ordenando películas y series del uno al que sea, que puede ser el 10, pero también el 88. La industria y el negocio mandan, bien lo sabemos.
Sin embargo, desde nuestro lugar de espectadores, la producción A y la producción B son perfectamente compatibles y disfrutables, aunque las empresas productoras estén inmersas en una batalla y aunque, además de como obras audiovisuales, estén también concebidas como aparatosas operaciones comerciales. No seamos nosotros quienes pongamos a competir a las series o las películas, disfrutemos o no de ellas. No entremos en ese juego binario y competitivo, y no formemos parte de la batalla voluntariamente. Esto también es aplicable a quienes ejercemos la crítica y la opinión; de hecho, sería más que deseable que los textos y análisis no respondieran más que al criterio de quien lo firma y, por supuesto, que ese criterio estuviera fundado en el saber y en el conocimiento, aunque esto es harina de otro costal.
Pero…
Una vez establecida nuestra soberanía como espectadores, y puestos a entrar en competiciones, podríamos ejercerla fijándonos más en cómo estos productos lo copan todo, impidiendo u ocultando a muchas obras pequeñas en tamaño e inversión, aunque grandes en talento, contenido, belleza y ambición artística. Son muchas las obras que no están producidas y apoyadas por grandes compañías y que están obligadas a competir por nuestra atención partiendo de una clara e injusta situación de desventaja y con las reglas trucadas de un libre mercado que no tiene nada de libre. Esta es, en realidad, la auténtica competición y ahí sí tenemos mucho que decir, tanto las y los espectadores, como la crítica y el periodismo especializado. Tal vez debería cambiar el título del artículo: no veas solo dragones y elfos, hay otros universos más allá.
Nadie daba un duro por una serie sobre un bar en el que todo el mundo sabía tu nombre, pero fue un éxito que no conoció fronteras y duró trece temporadas
Las ruedas de una camilla de tanatorio. Líquido de embalsamar. Un ataúd. Flores que se marchitan. La magistral cabecera de A dos metros bajo tierra no dejaba lugar a dudas acerca de la temática de la serie
Décadas antes de Stranger Things, Richard Ayoade, el mítico Maurice de The IT Crowd (Los informáticos) creo una de las mejores series de humor inglés de la historia. En ella pretendía burlarse y parodiar todos los clichés de la televisión de los años 70 y 80. Era una serie de hospitales, pero los médicos resolvían misterios paranormales como se liaban a tiros con recortadas o hacían artes marciales. Mientras, se abrían las puertas del infierno y ojos con patas querían sodomizar a los pacientes. Y todo contado como telenovela melodramática