Durante once horas se fue la luz. Y con ella, todo lo que damos por sentado. Pero en medio de ese apagón, descubrimos una forma distinta de estar en el mundo. Más humana. Más presente.
Durante once horas, se nos fue la luz. Y con ella, todo lo que damos por hecho: los electrodomésticos, la comodidad de lo inmediato, nuestras rutinas… pero, sobre todo, internet. Fue una sacudida eléctrica -literal y simbólica- que nos dejó suspendidos entre la incertidumbre y la sorpresa. Nos dimos cuenta, con asombro, de que sin electricidad, todo fallaba. Las comunicaciones se detuvieron y, con ellas, el mundo moderno se desdibujó.
Lo que al principio parecía una incidencia puntual pronto mostró su verdadera magnitud. El apagón no solo afectaba a nuestro entorno cercano: se extendía a toda España e incluso a otros países. El pánico comenzó a gestarse. ¿Y si no era un simple fallo técnico? ¿Un ataque a la red eléctrica nacional o europea? ¿Estábamos ante la antesala de una guerra? ¿O, por qué no, de una invasión extraterrestre? La mente colectiva, alimentada por el silencio digital, se lanzaba a buscar respuestas.
Como en otras crisis, los supermercados se convirtieron en el primer frente. Muchos ciudadanos, movidos por el temor se apresuraron a llenar carritos. En pocas horas, algunos establecimientos vivieron escenas de compras compulsivas: estanterías vacías, prisas, necesidad urgente de prepararse “por si acaso”.
Mientras tanto, la ciudad cambiaba de rostro. Los semáforos dejaron de funcionar, pero fueron rápidamente sustituidos por policías locales que dirigían un tráfico que aparentaba ser inusualmente denso. La mayoría de comercios, sin generadores, cerraron. Otros se adaptaban a la oscuridad: cobraban en efectivo, guiaban a los clientes con linternas improvisadas, y vendían desde velas hasta lo que fuera que ayudara a “matar el tiempo”. La escena era surrealista… y profundamente humana.
Pero lo más desconcertante fue, quizá, la caída total del móvil. Ni llamadas, ni mensajes, ni redes sociales. Silencio. Un silencio que, lejos de ser vacío, abrió paso a algo olvidado: la comunicación directa, la conversación cara a cara, esa que habíamos dejado de lado en favor de las pantallas.
Nos cruzamos con una señora mayor que, con una vieja radio a pilas que su marido le regaló en los años setenta, compartía las pocas noticias que se conocían. Su voz sonaba tan alta como su entusiasmo. Me recordó lo que era escuchar la radio de niña, a oscuras, cuando los adultos decidían que ya era hora de dejar de “molestar”.
Sacamos a pasear a los perros como cada día, pero esta vez sin auriculares ni notificaciones. En su lugar, conversábamos. Nos cruzamos con una señora mayor que, con una vieja radio a pilas que su marido le regaló en los años setenta, compartía las pocas noticias que se conocían. Su voz sonaba tan alta como su entusiasmo. Me recordó lo que era escuchar la radio de niña, a oscuras, cuando los adultos decidían que ya era hora de dejar de “molestar”.
Esa noche, el cielo brillaba más que nunca. Sin contaminación lumínica, las estrellas se mostraban con una claridad que parecía olvidada. Y ahí, en ese cielo despejado, comprendí que no estábamos ante una guerra, ni ante una amenaza externa. Estábamos simplemente desconectados. Y, paradójicamente, esa desconexión nos reconectó con los demás. Con lo esencial: la conversación, la compañía, la escucha.
A veces, hace falta que se apague el mundo para volver a encender lo que de verdad importa. Y ese “apagón” no siempre tiene que venir acompañado de un fallo eléctrico. A veces, basta con querer.