El reciente apagón eléctrico que afectó amplias zonas de España y Portugal ha dejado algo más que una sombra temporal en hogares y ciudades: ha expuesto la fragilidad de una infraestructura crítica sobre la que descansa nuestra vida cotidiana, nuestra economía y nuestro modelo de civilización. Este suceso, que muchos interpretarán como un simple fallo técnico, puede y debe ser leído desde una perspectiva histórica más profunda. Desde hace años, en mi labor docente en la universidad, en el marco de las clases de Historia Económica Mundial, analizo con los estudiantes las grandes innovaciones tecnológicas que han transformado la historia de la humanidad. Entre ellas, la electricidad destaca como una de las más trascendentales, comparable a la escritura, la imprenta o la máquina de vapor. La electricidad no solo permitió nuevas formas de producir y consumir, sino que transformó el tiempo, el espacio y la organización social. Su introdución no fue un proceso meramente técnico, sino una verdadera revolución civilizatoria.
Joseph Schumpeter, uno de los pensadores económicos más influyentes del siglo XX, propuso un enfoque dinámico del capitalismo que se aleja de los modelos estáticos del equilibrio neoclásico. Su teoría de la “destrucción creativa” describe cómo la innovación constante es el motor real del desarrollo económico. En este proceso, los emprendedores y las nuevas tecnologías reemplazan las viejas estructuras productivas, generando ciclos de transformación estructural. La innovación, para Schumpeter, no es solo inventar algo nuevo, sino introducirlo en el sistema productivo de manera que reconfigure completamente las reglas del juego. Esto produce crecimiento, pero también crisis, inestabilidad y desigualdad durante la transición. Así, cada ola de innovación lleva consigo tanto progreso como disrupción.
La electricidad representa un caso ejemplar de esta teoría. Su adopción a fines del siglo XIX y principios del XX marcó el paso de una economía basada en la fuerza mecánica y térmica a una economía eléctrica, flexible y expandible. Cambió la localización industrial, al permitir fábricas lejos de los ríos o minas de carbón; permitió la urbanización masiva y alargó la jornada laboral; hizo posibles nuevas formas de transporte, comunicación, consumo y organización social. Fue una innovación radical, que desplazó toda una forma de entender la producción y el tiempo. Pero como intento mostrar a mis alumnos, toda innovación genera nuevas dependencias. Y hoy vivimos inmersos en una forma de vida que sería impensable sin energía eléctrica continua, estable y distribuida en redes complejas. La paradoja es que cuanto más integrada está una innovación, más invisible se vuelve su importancia... hasta que falla.
Hoy vivimos inmersos en una forma de vida que sería impensable sin energía eléctrica continua, estable y distribuida en redes complejas. La paradoja es que cuanto más integrada está una innovación, más invisible se vuelve su importancia... hasta que falla"
Ese fallo ocurrió esta semana en la Península Ibérica, y su alcance no debe minimizarse. No por su duración —relativamente breve en términos técnicos— sino por lo que revela: que una de las regiones energéticamente más desarrolladas de Europa puede quedar temporalmente paralizada por una interrupción. Esta vulnerabilidad pone de manifiesto la urgencia de acelerar un proceso de transformación estructural que ya está en marcha, pero que aún no alcanza la velocidad y profundidad necesarias. La Unión Europea ha asumido un compromiso firme con la transición energética, apostando por un modelo basado en fuentes renovables, descentralizadas, limpias y sostenibles. España, con su enorme potencial solar, eólico e hidráulico, está en una posición privilegiada para liderar este cambio. Sin embargo, esta apuesta debe ir acompañada de una renovación integral del sistema eléctrico. No basta con producir energía limpia; es necesario transportarla, distribuirla y almacenarla con criterios de inteligencia, resiliencia y equidad.
El sistema actual arrastra una arquitectura diseñada en el siglo XX, cuando la generación era centralizada y la demanda predecible. Hoy, las renovables requieren redes flexibles, con capacidad de adaptación en tiempo real, capaces de integrar miles de puntos de producción distribuidos por todo el territorio. Esto implica no solo inversión en infraestructuras físicas, sino también en digitalización, automatización y gobernanza cooperativa. Además, hay que abandonar definitivamente los discursos que idealizan soluciones fósiles o nucleares como garantes de estabilidad. Esas tecnologías son caras, contaminantes, inflexibles y, en muchos casos, ya técnicamente superadas. Mantenerlas por inercia política o por presión de lobbies energéticos no solo retrasa la transición, sino que perpetúa un modelo vulnerable e insostenible.
El sistema actual arrastra una arquitectura diseñada en el siglo XX, cuando la generación era centralizada y la demanda predecible. Hoy, las renovables requieren redes flexibles, con capacidad de adaptación en tiempo real"
El apagón en España y Portugal debe ser entendido como una advertencia. No podemos seguir confiando en un sistema eléctrico que ya no responde a las exigencias del presente ni a las demandas del futuro. La electrificación fue uno de los pilares de la modernidad; su renovación debe ser ahora uno de los pilares de la sostenibilidad. Como enseñamos desde la historia económica, las grandes transformaciones no ocurren sin tensiones, resistencias ni contradicciones. Pero son inevitables. La diferencia está en si llegamos a ellas por decisión o por colapso. Y eso es, precisamente, lo que está en juego.
Cándido Román Cervantes