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Nápoles, caótica y genuina a partes iguales

  • Foto: OLGA BRIASCO

MURCIA. Algo tiene Nápoles que no deja indiferente a nadie. Solo basta recordar las famosas palabras de Goethe —"Ve Nápoles y, después, muere"— o los elogios de Stendhal, que incluso llegó a decir que "Nápoles era la ciudad más bella del universo". Una fascinación de la que soy ajena, pero que espero descubrir en mi visita, motivada por esa curiosidad que han despertado en mí quienes ya la han visitado, pero, sobre todo, por mi deseo de conocer Pompeya y Herculano. Todo a su debido tiempo, porque ahora el reto es llegar al alojamiento. Mi idea es coger el autobús, pero termino en un taxi compartido que, espero, me lleve hasta la estación de autobuses. Una mujer ha hecho los deberes —no como yo— y me explica que es el mismo precio que el autobús (cinco euros por persona) y más rápido. Me lo cuenta mientras compruebo que, ciertamente, conducen fatal y, en este rato, he visto tales infracciones que nuestras arcas municipales se pondrían las botas de tanto recaudar. 

El taxi me deja en el sitio acordado y, desde allí, voy caminando hasta mi alojamiento. Me han repetido tantas veces que Nápoles es una ciudad peligrosa y con muchos carteristas que voy mirando y escondiendo el móvil, sobre todo al cruzar los pasos de cebra, pues los coches pasan, sin inmutarse, del color del semáforo. Llego a mi destino y compruebo tres veces que estoy en el lugar adecuado, porque parece un edificio a punto de declararse en estado de ruina. Pero sí, ese es mi hogar para estos días; cuatro, concretamente —tres para Nápoles y uno para Pompeya y Herculano—. Entro con curiosidad y me llevo otra sorpresa: el ascensor funciona con monedas —de diez céntimos, por si te lo preguntas—. La aventura ha comenzado antes de lo que creía. Y va a seguir, porque ya estoy preparada —creo— para sumergirme en el caos de la ciudad.

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