MURCIA. Si llega un día, y llegará, en que con un discreto dispositivo en mi oído o en la patilla de unas gafas puedo entender cualquier idioma, o mejor dicho, puedo transformar al mío cualquier otro código, habremos matado algo demasiado hermoso en el camino hacia una comunicación total, excesiva. Está a la vuelta de la esquina: es tecnología del hoy más que del mañana, el siguiente paso en la traducción simultánea, la traducción automática e instantánea, la traducción uniforme, uniformizante, ensordecedora. La abolición del asombro en aras de la productividad, la aniquilación total de una de las escasas oportunidades que tenemos para cambiar de piel y ver el mundo de otro modo, otro mundo, el mismo, pero a la vez diferente. ¿Quién querrá vivir los titubeos inseguros de las primeras incursiones lingüísticas? El algoritmo se encarga, el algoritmo te lo aplana: lo que importa es la función, decir sin evocar. Suena melodramático. Es trágico. Es lo que hay. Aprender un idioma es una experiencia frustrante en primera instancia, gratificante después.
En el proceso de aprender un nuevo idioma se aprenden además otras muchas cosas: las palabras y expresiones que vamos haciendo nuestras transportan consigo una codificación de la realidad. Por eso dominar un idioma ajeno a nuestra lengua materna conlleva tanto esfuerzo y tiempo, porque la asimilación no es únicamente de términos planos, sino que lo es también de un conocimiento profundo y complejo de una cultura, eso que hace que una persona absolutamente bilingüe pueda parecer una alguien hablando en español, y alguien muy distinto cuando lo hace en japonés. Y luego pasa eso de escribir, de ser capaz de crear en una lengua aprendida. Para quien lo consigue supone una gran satisfacción: los horizontes se expanden, el mensaje es auténtico, sin siquiera la sana adulteración de la traducción profesional. Para el público es una suerte.