La actriz Elena Irureta (Zumaya, 1955) recibe este año el Premio FICC 2025 del Festival Internacional de Cine de Cartagena. Lo hace en un momento de madurez artística, con nuevas obras estrenadas y una carrera que ha ido creciendo sin prisa, pero sin pausa. Conversamos con ella en Cartagena antes del homenaje, rodeada de familia y con ese humor vasco, directo, que convierte cada respuesta en un relato.
Un premio más en una carrera larga. No sé si con los años los relativizas o si te siguen haciendo la misma ilusión.
Yo los recibo siempre con muchísima ilusión. El hecho de que, entre tanta gente, piensen en mí para darme un premio… solo puedo sentir agradecimiento. Otra cosa es que me vuelva loca pensando “qué buena soy”. No. Tengo los pies muy en la tierra. A veces me digo: bueno, mira, se han acordado de mí, soy mayor, vamos a darle un premio… Pero el cariño lo siento igual.
Siempre los he recibido con agradecimiento. Lo que no hago es colgarlos en casa. No me veo entrando en mi salón como si fuera un futbolista con sus trofeos. Mi representante a veces me dice: “¿Me lo llevo y lo pongo en la oficina?”. Y digo que sí, que lo ponga, ¡pero en su foto, que no se confunda con los de otros! Me hace ilusión, claro, pero no necesito mirarlos todos los días.
¿Orgullosa del Premio FICC?
Muchísimo. Me llamaron y pensé: “mira qué bien, Cartagena y un premio”. He venido con mi familia, estamos felices. Lo recibo con humildad y orgullo. Me emociona que después de tantos años sigan contando conmigo. Y me emociona que mantengáis un festival así. No sabéis lo importante que es.
Sorda, Romi y la representación de las realidades invisibles
Vienes de estrenar Romi y Sorda (escrita y dirigida por la murciana Eva Libertad), dos trabajos vinculados al colectivo sordo. ¿Crees que aún contamos poco estas realidades?
Muchísimo menos de lo que deberíamos. Damos muy poco espacio a la gente con problemas físicos o psíquicos. Yo lo vivo de cerca: tengo un sobrino prácticamente tetrapléjico, Telmo Irureta, al que le dieron un Goya. Él quiso ser actor y lo consiguió. Pero siempre hace falta que haya alguien dispuesto a abrir la puerta.
En Sorda, la hermana de Miriam Garlo (protagonista) fue la que escribió la historia. Si en los colegios enseñaran a signar desde pequeños, otro gallo cantaría. Es facilísimo. Yo estuve un mes signando y pensé: “¿Cómo es posible que no hagamos todos esto?”. Para la gente sorda sería un cambio brutal en su forma de socializar, de vivir.
Es curioso cómo lo planteas: como algo cultural, no técnico.
Claro. Es que el implante coclear no es una varita mágica. Lo que escuchan es un sonido metálico, igual al recepcionista que a ti. Llegan a casa y se lo quitan porque es insoportable. ¿No sería más lógico que todos supiéramos signar? El marido de Miriam en la película, Álvaro Cervantes, aprendió y ahora puede comunicarse sin problemas. Eso te lo llevas para toda la vida.
Sorda suena fuerte en las quinielas de los Goya. ¿Cómo lo vivís?
Pues ojalá tenga más nominaciones. Me encantaría que se viera a estas personas, sus dificultades, pero sin convertirlo en algo paternalista. Sorda no debe ganar porque sea inclusiva, sino porque es buena película. Y lo es. Hay escenas —cuando se corta el sonido— que te dejan pensando durante días. Te das cuenta de lo duro que debe ser vivir en un mundo así. Y de lo poco que pensamos en ello.
Accesibilidad, arquitectura y un mundo pensado para otros
También apuntas a la arquitectura, a las ciudades…
Es que hay cada barbaridad… Escaleras imposibles, rampas que no existen, calles donde una silla de ruedas pesa 100 kilos y no puede bajar un escalón. Esto debería hacerlo pensar a urbanistas, arquitectos, ayuntamientos… Se avanza, sí, pero queda muchísimo.
Los Óscar ya premiaron una película sobre la sordera y las relaciones familiares entre oyentes y sordos, como Coda (Mejor película, guion adaptado y mejor actor de reparto, Troy Kotsur).
Las relaciones son complicadas siempre. Y además veo algo que me irrita: la condescendencia. Les hablan como si fueran santos, como si tuvieran “línea directa con Dios”. Una vez una señora se acercó a Telmo en plena conversación para decirle precisamente eso. Nos quedamos helados. Mi amiga decía: “¿Por qué no la mandamos a tomar por saco?”. Es que es absurdo. No es maldad, es ignorancia. Pero molesta igual.
“Lo que más cuesta es lo que no te gusta”
¿Cuál ha sido tu mayor reto interpretativo?
Lo que más me cuesta siempre es lo que no me gusta. Ese papel que dices: “¿Cómo hago esto sin hundirme en el fango?” Y encima luego hay que promocionarlo (ríe).
Otras veces, trabajos muy reconocidos, como Patria, fueron sorprendentemente sencillos de rodar. El guion estaba muy bien escrito, rodábamos por bloques, casi todo en casa… Y luego, en el festival de San Sebastián, cuando lo vi montado entero, me rompió. Me quedé muy triste. Habíamos normalizado vivir así, con asesinatos semanales, durante décadas. Y no éramos conscientes.
El poder del cine para ensanchar el mundo
¿Crees que actuar en diferentes realidades te ha ayudado a entenderlas?
Claro. Desde hacer de conejo ahogándome dentro de un traje, hasta interpretar monjas, burguesas o personajes con discapacidades. Cuanto más conoces, más recursos tienes. Me fijo mucho en la gente; luego me sirve.
¿Hay algún papel que no hayas hecho y te gustaría?
¡Un musical! Pero no canto ni bailo. Eso sí, me encantaría. Ahora estoy preparando con mi hermana una chorrada para Navidad. Somos tan torpes que nos vamos a partir de risa. Me encantaría saber claqué, por ejemplo. Todo tiene técnica, pero también tiempo. Y yo no tengo paciencia. Todo lo quiero rápido.
Patria y la herida de una vida entera
Decías que Patria te removió por dentro.
Muchísimo. Me hizo recordar cosas que habíamos normalizado. Era enfermizo vivir pendientes de los atentados, de los asesinatos, de la tensión. Y seguíamos con nuestra vida. Como ahora pasa con otras guerras. Normalizar la barbarie es peligrosísimo.
“La industria se ha llenado de gente normal. Por suerte”
Hablemos de cómo ha cambiado la industria. Rodajes, castings, promoción…
Yo veo a los directores más normales, menos divos. Los productores también. Antes había jerarquías ridículas. Y todavía se ve: mesas separadas en el catering, esa cosa anticuada. En Euskadi no ha pasado tanto: venimos de trabajar todos juntos, técnicos, actores, directores. Es otra filosofía.
Muchos actores comentan que ahora les preguntan incluso por seguidores en redes.
Bah. A mí me dicen que haga redes sociales y les digo: no pienso enseñar si he comido lentejas. Que lo hagan los jóvenes si les sirve para arrancar. Yo ahí no entro.
La cantera que viene
El cortometraje está viviendo un boom y el FICC impulsa mucho esta vía.
Yo lo tengo clarísimo: van a salir muchos talentos. Hay más actores y actrices buenas fuera que dentro. Antes había cuatro directores que lo mandaban todo; ahora hay mucha gente con ideas y medios para grabar. La ETB fue una cantera impresionante. Series diarias durante años: ahí aprendes a actuar y a mirar a cámara. Hoy hay más método, más poses… pero al final interpretar es otra cosa.
Con tantas plataformas, ¿cómo lo ves desde dentro?
Para mí es positivo. Hay más trabajo que nunca. Gente que estudió conmigo y que antes no podía vivir de esto, hoy sí puede. Y eso es buenísimo.
¿Te preocupa que la gente vaya menos al cine?
Sí, porque da pena ver cuatro personas en una sala con una película estupenda. En Zumaya tenemos la suerte de que hay un circuito muy vivo: cada fin de semana una peli nueva, ciclos, teatro… Y la gente responde. En Madrid, en cambio, muchas salas están vacías.
En el norte los índices de lectura también son más altos.
Por eso estos festivales son importantes. Si no fomentas la cultura en los niños, no llegará sola. Empiezas con cuentos, cómics, lo que sea. Pero hay que ponerles un libro en la mano, una película, una obra de teatro. Y también cuidar qué se les ofrece: a veces les llevamos a ver cosas durísimas y luego dicen “creo que no me gusta el teatro”. Y es culpa nuestra.

