MURCIA. La autenticidad de las personas hace que tengas una conexión especial con ellas. Es un tú a tú honesto, sin dobles fondos ni maquillaje. Y algo parecido ocurre con las ciudades, que enamoran cuando tienes la sensación de que la vida transcurre como la estás viendo, que no han cambiado ni un ápice de su esencia y se muestran ajenas a la necesidad —que poco o nada entiendo— de tener locales de moda para contentar a los turistas. Sí, pueden ser caóticas, ruidosas e, incluso, la cercanía de sus gentes puede resultar un tanto abrumadora, pero es precisamente esa autenticidad la que atrapa y marca la diferencia. Y es con esa transparencia como se muestra ante mí Bari, un laberinto medieval en cuyas calles transcurre la vida sosegadamente. No llevo ni cuatro minutos en esta ciudad y ya me ha cautivado.
Sí, porque Bari, la capital de la región de la Puglia, es uno de esos rincones donde el tiempo parece haberse detenido, algo que hoy es un auténtico tesoro. Lo descubres cuando dejas atrás la ciudad nueva y te adentras por la ciudad vieja (Bari Vecchia), en ese laberinto de calles herencia de su arquitectura islámica. Es temprano y la ciudad duerme para los turistas, pero no para los ciudadanos, que siguen sus quehaceres: mujeres barren la calle con sus viejas escobas, otras en pijama cuelgan la ropa en sus balcones o en la misma calle, hombres cargan con la compra, en los patios los niños juegan con el balón, mientras los ancianos conversan sentados en viejas sillas resguardados de un sol que ya comienza a calentar. Alguno lee el periódico. Siento que me miran, sabiendo que es una hora poco común para visitar la ciudad. También es temprano para las nonne, las mujeres que elaboran los orecchiette, un tipo de pasta con forma de oreja infantil. Lo es, porque en uno de esos pórticos de viviendas se ve una mesa de madera y una silla vacía, que será ocupada cuando las mujeres comiencen a elaborar esta receta, que se ha convertido en el principal souvenir de Bari.
Las guardianas de la pasta
Sigo mi camino y me encuentro con otra hilera de mesas y sillas, todas de madera y a las que se les nota el paso del tiempo. No tardan en venir y sentarse en ellas, listas para empezar la jornada. Una de ellas capta mi atención. Es alegre y desprende energía. Curiosa me pregunta de dónde soy y comenzamos a hablar, en un italiano-catalán-castellano que lleva a entendernos. Se llama Nunzia y mientras conversa conmigo se pone a amasar la pasta con una maestría envidiable. Su hijo Rino está junto a ella y obedece a todas las instrucciones que le da su madre. Nunzia se da cuenta de mi admiración y me dice: «hacer la pasta no es complicado, solo hay que poner pasión». Con el pelo rubio y algo desaliñado y una camiseta azul de tirantes gruesos va dando forma de oreja a esa pasta que va amasando. Lo hace con un cuchillo y luego secciona un trocito, lo arrastra en la tabla de madera hasta crear un cavatello y le da la vuelta en el pulgar para obtener la forma cóncava típica de esta pasta. Ella, como el resto de mujeres, aprendió de su madre y sigue una tradición, que ahora transfieren a las nuevas generaciones. Todas ellas estarán todo el día aquí, dejándose fotografiar y vendiendo bolsitas de orecchiette a los turistas. Eso será más tarde, cuando se aglomeren en esta calle.