Lleva mucho tiempo llegar a ser joven. La frase es de Picasso y la descubro a pocos días de mi cumpleaños, a punto de asustarme de cuánto crecen las velas sobre la tarta. Tal vez, lo que lleve mucho tiempo es mejorar las preguntas, hay que entrenarse bien desde una edad precoz. Mi hija me acribilla con las suyas una tarde y me arponea dentro de su tarjeta de memoria. "Nombre completo. Edad. Profesión…" Ha dado con una vieja Canon que dormía entre marañas de cables desde que las cámaras de los móviles la condenaron al retiro y me enfoca con el objetivo. Es sólo un pedazo de plástico compacto con acabado brillante, pero cuando estaba viva recogió la mutación de mis niños y viajó por salas de embarque, voló por encima de cambiadores y bañeritas, catalogó decenas de cumpleaños de bolas. “Voy a hacerte una entrevista por tu cumple, mamá, quédate donde estás”. En unos días Jo ha logrado el dominio del menú, las palanquitas, el modo foto-vídeo y hasta ha pedido una batería por Amazon. Se planta en mi mesa de trabajo y me asalta con el zoom, ¿qué no hubiera hecho con un teléfono fijo o un teclado del Spectrum? Mis preguntas tapan las suyas, así que le hago repetir lo que desea de mí. "Unas palabras para la posteridad, ¿tu vida de hoy es como la imaginaste?". Plas. Me quedo KO. ¿La vida tal cual es y la expectativa que tuve algún día?
Me ha sacudido sin darse cuenta y disimulo el impacto, arrastro un sí que ella no puede juzgar en su falsedad. Para ella la juventud se acaba a los treinta. Para ella los mayores hemos dedicado algún día remoto a imaginar cómo sería bordear los cincuenta y se engaña: nadie imaginó nunca nada y, si alguien lo hizo, ya no lo recuerda. La niña me sigue apuntando, la cámara emite suaves gruñidos y yo debo contestar enseguida, decir cualquier cosa antes de que pille mi impostura.
En la madurez, la vida de uno rara vez es como la había imaginado, eso sólo pasa en las películas mal escritas. Pero yo le suelto justo lo contrario. He activado el modo salón de charla divagatoria y guardo para mí el de estar por casa, dejo salir una estopa de reflexiones improvisadas mientras caigo por la trampilla que ella me ha abierto en el suelo. La madurez que imaginé de joven, vaya tela. Me voy haciendo pequeña en el cuadrilátero y luego sabré que la he aburrido con mi charla porque veré como experimenta con el zoom, me saca unas arrugas terribles y unas sombras truculentas, ¿en serio me he hecho ya una cacatúa?, ¿de verdad quiere que juegue a las siete diferencias con mis sueños de juventud? En su cabeza, su madre imaginó estos 48 con la misma nitidez con la que ella compara modelos de sudadera en su página de ventas favorita. Me sobrecoge su inocencia, todavía no ha topado con la niebla, ese difuminado prodigioso con el que viene el futuro cuando acorta de año en año.
La buena respuesta, la más sincera, sería que yo nunca iba a cumplir los 48, pero ya se ha ido a zascandilear por la cocina cuando lo sé. Quizá pudiera avisarla de que ella seguirá llamándose joven a sí misma más allá de los 30. “La vejez siempre es 15 años mayor de lo que soy yo”, decía un tal Bernard Baruch con el que me topo en un buscador de citas célebres. Si me enrollara con el tema, me saldría una pequeña disertación sobre vivirse joven en un cuerpo que se cansa y envejece, en una cara que amanece cada día más seca en el espejo del baño. Fernando Fernán Gómez, en sus deliciosas memorias El tiempo amarillo, se preguntaba por la diferencia entre ser viejo y envejecer, “algo que van haciendo no los ancianos sino las personas normales, aunque muchas de ellas no lo adviertan, y que se puede hacer sin abandonar el trabajo ni las costumbres habituales”. Convertido a la segunda categoría, la de viejo, se interrogaba por estos “seres diferentes” y se preguntaba “¿dónde deben poner a este vetusto ciudadano?, ¿de qué deben hablarle?”
No me veo cerca del último Fernán Gómez y su barba bíblica, pero sí más capaz de interrogarme mejor. La edad quizá no traiga mejores respuestas sino mejores preguntas. Si la niña tuviera mis años de ahora, sus perdigones serían del tipo ¿sabes ya quién eres? O: ¿has aprendido por fin a vivir? En un hermoso ejercicio de imaginación, la veo apoyar la cadera en la esquina de mi mesa con sus 48 del futuro y dejo que me hable. Las preguntas son distintas, su timbre de voz tiene un peso nuevo, una caída en la que se esconde una vida rica, con luces y sombras. Yo soy una anciana y la perra ya no vive, pero de eso no quiero ocuparme. Ella, que conserva la flexibilidad de sus 14 porque se ha cuidado, se comba sobre mí y me graba pero su voz tiene una prestancia muy bonita, madura, reposada. Tiene paciencia con mis achaques, su mirada es inteligente y se dedica a algún trabajo relacionado con las personas (psicóloga, maestra, profesora de piano). Soy su madre así que puedo imaginarla como me dé la gana, aquí sí que me permito verla de forma tan nítida como ella ve sus jerséis en la web.
A nosotros, los padres, nos puede pasar de todo y nada importa, pero a ellos no tiene que pasarles nada que no sea bueno. Y cuando ya no haya más cumpleaños, ellos con suerte añadirán capítulos a nuestro relato. No sólo hablarán de nosotros, ellos mismos serán los siguientes jóvenes que no se reconozcan de otra manera, que se engañen como puedan hasta que un día empiecen a estar igual de mal por la mañana que en el momento de acostarse.