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SILLÓN OREJERO

Jaravaca, politoxicómano atrapado en la Barcelona preolímpica

Las historietas que Juanito Mediavilla dibujó sobre su alter ego Juan Jaravaca entre 1986 y 1991 son un retrato único de la Barcelona que se preparaba para ser olímpica y cambiar de arriba a abajo. El autor es de la generación que fue joven en los setenta, con la contracultura y el apogeo de la drogadicción, y aquí vemos cómo su tiempo se ha pasado, aunque las adicciones permanecen. Pero no hay épica de yonquis en estas viñetas, sino el talento impresionante de alguien capaz de convertir lo más ordinario en algo apasionante.

11/10/2021 - 

MURCIA. Gallardo y Mediavilla se conocieron en un estudio de animación publicitaria de los setenta. No cobraban, se dedicaban a limpiar las mesas, eran lo más bajo, tanto es así, que dormían en las oficinas en sofás convertibles. De ahí surgió una relación que acabó dando lugar a Makoki. El valor de esa historieta no estaba solo en la imaginación de sus autores, también en lo que tomaba de la calle. Era un nexo con lo que estaba pasando realmente en aquella ciudad fuera de los focos y del interés de los medios y, por supuesto, de la política.

Otro que puso una oreja en los bares del barrio chino de Barcelona fue Ivà desde que llegó a la ciudad y se instalara en una pensión. Su obra también destilaba toda aquella subcultura. Recuerdo de niño quedarme ojiplático cuando un personaje proxeneta explicaba que para marcarle la cara a una prostituta había que mojar un terrón de azúcar en coñac para cristalizarlo y luego bastaba con rozarle el pómulo sosteniéndolo entre los dedos, un leve movimiento y cicatriz para toda la vida. Estas escenas truculentas, como todas las de Makoki relacionadas con las drogas, al no estar presentadas en tapa dura no tenían el prestigio cultural de otras expresiones, pero ese es un problema de los lectores acomplejados. Aquello marcaba.

Hoy, en la hipertrofia informativa, parece que hablemos del pleistoceno antes pero hubo un tiempo en el que había escasez de comunicación. La había en abundantes periódicos, publicaciones de todo tipo, revistas, cines de barrio, pero de forma individualizada, como hoy, era más complicado. Ese papel lo intentaban cubrir las acosadas y perseguidas radios libres -a la que alguna le cortó la emisión la policía en directo con los locutores retransmitiéndolo-, la correspondencia, los fanzines y, por supuesto, el cómic. Tanto en el Makoki o El Víbora, al abrir sus páginas, aparecía la libertad. No la de Ayuso, sino la de quienes vivían al margen de las convenciones o su forma de pensar no tenía un hueco en la codificación obligatoria del mensaje que se impone en los medios convencionales.

Las historietas de Mediavilla en El Víbora sobre su alter ego Juan Jaravaca que ha reunido La Cúpula en un solo volumen son un ejemplo paradigmático de ese fenómeno. Se le puede llamar underground, aunque esto se encontraba en los kioscos, o lo que se quiera, lo importante es lo que fue. Cuando el cómic era un negocio boyante, lo era sobre todo a través de la ciencia ficción o géneros de explotación. Por eso hoy muchas veces al abrir un CIMOC o un Zona 84, ejemplo que menciona Mediavilla de comercialidad en estas viñetas, los guiones parecen pueriles o aleatorios. El gran supuesto genio del fenómeno, Jodorowski con su Incal y sus Metabarones, no es extraño que sea percibido como un guionista con mucha imaginación pero muy poco arte; arte al menos a la altura de los dibujantes que tuvo a su servicio. Sin embargo, hizo caja.

Mediavilla no trataba de reforzar las emociones buscadas a priori por el lector que acude a un género, simplemente contaba su vida. Lo que discurría por su cabeza. Lógicamente, su talento narrativo era excepcional, por eso tienen valor hoy sus historietas, pero el contenido no dejaba de ser lo más mundano y ordinario. No obstante, cuando alguien nos atrapa no suele ser por sus gestas perezrevertianas, a no ser que de profesión sea bombero, sino por su capacidad para convertir lo cotidiano en apasionante. La rutinaria existencia en un placer.

Mediavilla era esa persona, aunque en su vida había dos importantes personajes, la pobreza y el mono. Factores que pese a estar presentes en todo momento, no desembocaban tampoco épica de yonquis. Veamos un ejemplo, hay una historieta en la que cuenta cómo acumula clavadas en la pared todas las papelinas que se ha metido para, cuando vienen mal dadas, hacerse una infusión con todas ellas. Eso no se olvida jamás.

Es tragicómico, pero pura genialidad. Habrá quien no lo comparta, pero para mí merece la pena el noble arte de la viñeta fundamentalmente para llegar a ese rincón de la mente de una persona como Mediavilla. No hay nada que se parezca a esto. Incluso supo convertir una invasión doméstica de hormigas en el tema de varias historietas, llegó a narrar detalladamente su relación con las tragaperras.

Hilando más fino o leyendo estas páginas en perspectiva también se encuentran matices menos sutiles. Vemos a un hombre de la generación que fue joven en los setenta, en el apogeo de la contracultura y la drogadicción coronada con la explosión del caballo, que se ha quedado estancado. Hay menciones a actividades comerciales lucrativas que le pasan al lado como trenes. Se queja en diatribas de que a todo el mundo le va bien en España menos a él. Las historietas se publicaron entre el 86 y el 91, justo el periodo en el que el país salió de la profunda crisis que arrastraba desde los 70.

No es difícil imaginar cómo debió sentirse alguien que no participó en el reparto del pastel, amordazado siempre por su adicción, ante los continuos cambios que experimentó la ciudad para prepararse para los Juegos Olímpicos, un evento que tenía detrás el plan de convertir Barcelona en lo que es hoy.

Desgraciadamente, Mediavilla no ha tenido continuidad en sus narraciones en primera persona, ni como Harvey Pekar de la vida ni en formato Jaravaca. Y para más desgracia, sabemos de él más por los periódicos que por sus viñetas, con honrosas excepciones. Pende sobre él una amenaza de desahucio y por problemas de visión le cuesta seguir dibujando. Con la lacra de que el cómic es un género menor, en el que su línea chunga era todavía más menor que la línea clara, y los prejuicios sobre las drogas, es especialmente hiriente leer sobre su situación, porque es la desesperación del que ha sido un verdadero artista.

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