MURCIA. No es cierto que el principal problema en la comunicación actual sea el de la expresión. Es verdad que resulta inquietante la incapacidad del alumnado (también del universitario, atención) para redactar, no ya con precisión y belleza, sino tan solo correctamente y que la mera posibilidad de afrontar un examen oral provoca pánico entre los estudiantes. Admito que es hiriente al oído (l´oreille est blessé) oír ladridos y sonidos guturales en lugar de bellas palabras, y leer abreviaturas inconexas en lugar de frases coherentes, pero la dificultad mayor en la comunicación, no es que no sepamos hablar, o escribir, es que no sabemos escuchar.
Vargas Llosa, al referirse en una de sus obras a un periodista de éxito, llamado Pedro Camacho, lo describe así: "Era de esos hombres que no admiten interlocutores, sino oyentes". Lo anoté en mi cuaderno de citas.
Si tenemos en cuenta que uno de los principales logros de la evolución humana ha sido el lenguaje, está claro que tenemos frente a nosotros un reto importante: no sucumbir al intento de deshumanización de quienes nos quieren convertir en seres pasivos, meros receptores de mensajes interesados y a poder ser, incapaces de construir argumentos con los que responder a su persuasiva retórica.
"No es cierto que nuestros políticos sean peores que sus votantes"
Algunos de ustedes pensarán que me estoy refiriendo de soslayo a nuestros políticos, que, al parecer, andan enredados estos días meditando si les conviene, o no, confrontar sus programas electorales en algún debate público. Como pionero y moderador, con muchos trienios, de debates electorales en la región, les diré que me avergüenza el deterioro de la calidad democrática que supone utilizar los debates como una estrategia de partido, en lugar de ser considerado como un derecho incuestionable de los electores, pero, lamentablemente, el mundo de la política no es más que el reflejo de nuestra sociedad. No es cierto que nuestros políticos sean peores que sus votantes, no es verdad que nuestros representantes sean muy distintos a sus representados; al menos, en cuanto a su disposición a convencer, en lugar de escuchar, a tu tendencia a lanzar mensajes, en lugar de dialogar.
Les invito a que se conviertan en observadores en la próxima comida familiar, celebración entre amigos, o en los comensales de la mesa vecina de un restaurante. Fíjense en cuántos de los participantes respetan a quienes están en uso de la palabra y no le interrumpen hasta que ha finalizado, cuántos de ellos argumentan sobre lo que acaban de oír y cuántos sólo están deseando que acabe el orador, para colocar sus propias ideas despreciando olímpicamente lo que se acaba de exponer.
Creo que estamos muy confundidos. Hasta ahora, hemos sobredimensionado el valor de los oradores. Los campeones en la retórica no suelen ser los mejores comunicadores; en todo caso, ocasionales persuasores. Que se lo pregunten, si no, a Albert Rivera. No debemos seguir concediéndoles crédito a quienes no saben escuchar a los demás.
¿No han advertido el enorme atractivo de las personas que te miran con atención mientras les hablas, que se interesan realmente por lo que les cuentas? ¿No les parece que los escuchadores (personas que están atentas a lo que oyen, las que atienden y entienden) son un género muy superior al de los oradores?
Momo, esa pequeña obra maestra de Michael Ende, nos presenta a esa niña encantadora, cuyo principal y revolucionario mérito era el de saber escuchar "del tal manera que lograba cosas admirables e insospechadas en sus interlocutores". No es fácil, pero reconózcanme que vale la pena alejarse de quienes sólo quieren convertirnos en oyentes, e intentar, como ella, que los "hombre de gris" que nos siguen robando el tiempo, no nos roben también el alma.