Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi lograron en las historias del Gourmet solitario un hito inalcanzable para todos los snobs de la gastronomía. Consiguieron emocionar contando cómo comía un hombre cada día en restaurantes baratos. Se centraban en los pequeños detalles y los monólogos interiores que pronunciaba para decidirse por los platos o el placer que le producía la comida bien hecha sin necesidad de que fuese sofisticada.
MURCIA. En el arte de la viñeta es frecuente encontrarse las mismas polémicas acomplejadas de otros medios. Lo mismo que hay gente que considera que determinado producto audiovisual "no es cine", o un texto "no es literatura", hay y sobre todo hubo traumas parecidos con los tebeos. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa hoy, Jiro Taniguchi, es un autor que sirvió para que cierto perfil de lector europeo viese que el manga no era un subproducto. Seguramente el tipo de persona que necesitó la aparición del término "novela gráfica" para poder leer tebeos sin sentirse un adolescente superficial ante el espejo. En fin, son misterios de la mente. Pensamos que la cultura dignifica la condición humana, pero en no pocas ocasiones se emplea solo para presumir e intentar ser mejor que los demás.
La paradoja en este caso es que Taniguchi no tuvo un gran éxito en Japón, su país natal. Sus ventas allí palidecían ante las de los grandes autores. Solo le descubrió el público masivo cuando se hizo en televisión la serie El Gourmet solitario basada en su obra homónima, la que reedita este mes Astiberri en su séptima edición. Lo cierto es que este autor experimentó un proceso de retroalimentación con Europa. La línea clara francobelga tuvo gran influencia en su estilo y su querencia por temáticas íntimas y autobiográficas le dieron prestigio.
No obstante, ninguna de sus obras puede comparase a las dos entregas del Gourmet solitario. De hecho, el guión no es suyo, sino de Masayuki Kusumi. Es una historia tan sencilla como la narración en capítulos de las comidas que efectúa un personaje. Se trata de Goro Inokashira, comerciante del que poco sabemos, tan solo se adivinan algunos rasgos de su vida, pero accedemos a sus monólogos interiores cuando come. Se hace alusión al término gourmet, pero Goro es una persona normal. Es decir, alguien que disfruta de la comida sin necesidad de que sea sofisticada y exclusiva.
Sobre la personalidad del protagonista hay una parte interesante, la posible ruptura con una novia que quería dejarlo todo y quedarse en París, de la que solo se nos presentan una serie de recuerdos; y otra menos atractiva, que es su torso musculado y que tiene las manos largas, eso sí, cuando se trata de una injusticia tan universal como tratar a los trabajadores como basura. También sabemos que es abstemio, pero no porque rechace la bebida, de hecho, a veces le gustaría tomar alcohol para estar más integrado socialmente.
Es una obra realmente extraña, tiene escasos antecedentes o referencias. Se puede hacer bastante monótona si uno no se acerca a ella con la mente abierta. Sin embargo, aunque no entretenga o conmueva o emocione de primeras, aunque se tenga la sensación de que no va a ninguna parte, tiene un valor de carga de profundidad. Es difícil de olvidar. Hasta el punto de que es normal acordarse de ella en un momento parecido a los que vive el protagonista, algo tan ordinario como comer todos los días.
El gran valor que tiene es el de centrarse en las conversaciones íntimas consigo misma que tiene una persona mientras come. Puede ser un descubrimiento para el lector. Nada puede haber más intenso que decidirse por un bocadillo de lomo con queso o uno de tortilla de patata con pimientos en un bar y a veces no somos conscientes. Se sopesan pros y contras, se recuerda la última vez, se mira alrededor porque también importa cómo vamos a ser vistos comiendo y qué.
La sofisticación gastronómica tan presente en nuestros días en los medios y en el comportamiento de cierta gente, generalmente con poder adquisitivo, vende el acto de comer como un éxtasis. El chef pasa a ser un chamán con la pócima mágica para que se alcance el deleite. Puede ser que así sea, pero en la vida diaria si se come con hambre y se tiene educado el paladar -que consiste en comer de todo, no en saber sobre espumas-, las emociones son igual de intensas. El propio protagonista lo subraya con estas palabras: "Uno no quiere ser molestado durante la comida. Tiene que ser un momento de libertad... ¿Cómo diría? Un momento de salvación".
Hay detractores de esta obra tanto como lectores absolutamente enamorados. No es extraño encontrar casos de fans que se han plantado en Japón para buscar los restaurantes que frecuenta el protagonista. Es normal, partiendo de la base de que quien no experimente un deseo lacerante de irse al restaurante asiático más cercano al acabar la obra quizá sufra problemas graves.
Taniguchi falleció en 2017. Generalmente en todos sus libros, pero especialmente en este, se ha revelado como un verdadero maestro a la hora de retratar los aspectos sutiles de la vida cotidiana. Si aquí incidía en algo tan básico como alimentarse, en otros trabajos ha explorado la relación del hombre con la naturaleza y con los animales. Temas universales todos ellos y para que cualquiera pueda sentirse identificado. Como la familia, en su Barrio lejano, sobre el divorcio, o en Un zoo en invierno o El almanaque de mi padre, donde indagaba en las relaciones con los padres. Nadie puede no emocionarse cuando recuerda a sus padres y su infancia, es fácil conectar aquí con el maestro.
Del mismo modo, mientras habitualmente se nos presenta la vida como un enfrentamiento épico entre grandes ideales, el valor de las obras de Taniguchi reside que suponen un acceso a la sabiduría a través de los pequeños detalles, que son los que muchas veces explican el sentido de la existencia, así como la personalidad de las personas, que siempre hay que saber identificarla en los gestos mínimos más que en los golpes en el pecho.