MURCIA. Fue un fenómeno musical. Y, aunque no lo parezca, el control de cada uno de sus movimientos era más férreo que el de una deportista de alto rendimiento. Debidamente estereotipada encima de los escenarios, explotada laboralmente durante más de veinte años y maltratada por la prensa, Britney Spears se reinventa este año 2021. Justo antes de la pandemia, aprovechando un bajón de salud de su padre, decidió dejar de trabajar. Y el pasado 29 de septiembre remató la contraofensiva al lograr que un juez anulase la tutela impuesta sobre ella durante los últimos 13 años. Ya no tiene que pedir permiso a su progenitor para conducir por la ciudad con su coche, tener su propio móvil o casarse con la persona que desea. Lo ha logrado este año, justo cuando está a punto de cumplir los 40.
Desde bien pequeña, la cantante norteamericana fue un filón para la economía familiar. Los expertos musicales la catalogan como la primera mujer, más bien adolescente, en barrer a las boy bands de los rankings de discos más vendidos a finales de los años 90 y principios del 2.000. Abrió el camino a otras mujeres solistas, hasta ahora eclipsadas por ellos, aunque de forma contradictoria, lo hizo dejándose cosificar como colegiala sexualizada, para mayor irritación de las madres más reaccionarias de América -que pensaban que chicas como ella podían llevar a la perdición a hijos tan “sanos” como los suyos-. La estrella del pop tuvo que aguantar durante un lustro que le preguntaran en cada entrevista sobre cosas tan fundamentales para su carrera musical como sus tetas o su virginidad. Y volvió a caer en las garras de la narrativa misógina rampante durante su etapa más oscura, cuando se divorció, perdió la custodia de sus dos hijos e hizo cosas tan peligrosas para la seguridad nacional como raparse la cabeza. Ya conocen las claves del relato misógino por el caso de Rocío Carrasco: que si mala madre, que si mala mujer, que si una loca -frente a ellos, siempre unos benditos-… Pécora, víbora, ¡a la hoguera!
Lo que no sabíamos es que además vivía encerrada en un castillo, como Juana la Loca en Tordesillas, castigada por su propio padre. La también reina del playback pasaba sus días siendo auditada por este señoro que no sabía hacer la “o” con un canuto, ni siquiera darle el debido afecto a su hija, pero que facturaba por ello 16.000 dólares a la semana y el 1,5% de sus ingresos. Mientras tanto, “la niña”, que curraba como una burra, bailaba como una bestia y pasaba de cantar -gracias a la voz pregrabada y el auto-tune-, percibía la mitad de salario a la semana que su padre, al mismo tiempo que este le impedía disponer de sus más de 60 millones de dólares de patrimonio.
Esclava del siglo XXI
El pasado mes de febrero The New York Times produjo para FX y Hulu el primer documental que abrió la caja de los truenos: Framing Britney Spears. En España, pudimos verlo unas semanas después en Movistar+. En la actualidad, esta obra audiovisual acaba de ser emitida por la Televisión Autonómica vasca, ETB.
Framing Britney Spears descubrió a la opinión pública el abuso de poder que padeció al estar bajo la tutela de su padre todo este tiempo. El progenitor, ahora villano, Jamie Spears, decidía sobre todos los aspectos de su vida personal y su carrera profesional. Incrementó el ritmo de trabajo de la artista hasta la extenuación, mientras que pagaba a médicos y psiquiatras para que le diagnosticaran un cuadro de demencia, en vez de un cuadro de angustia por estrés. Le recetaron litio, que, según sus propias declaraciones, le mareaba como si estuviera borracha. Y, por último, le colocaron un DIU para que no se quedase embarazada más veces. Todo ello contra su voluntad. La intérprete no podía disponer siquiera de su propia tarjeta de crédito. Sus amigos eran también fiscalizados, para ser debidamente apartados de su círculo en el caso de que supusieran una amenaza para los objetivos industriales del patriarca.
Fue entonces cuando surgió el movimiento fan, #FreeBritney, que defiende desde las redes sociales su liberación como esclava de la industria musical del siglo XXI. Decenas de miles de seguidores persiguen este mismo fin, conscientes de que este segundo relato sobre su carrera, claramente influenciado por el movimiento #MeToo, acompaña a la cantante durante este periodo de lucha y renacimiento.
Tras el éxito de Framing Britney Spears, The New York Times produjo, de nuevo para FX y Hulu, lo que supone la segunda parte del relato no oficial: Controlling Britney Spears, que fue estrenado el pasado 24 de septiembre, cuatro días antes de que se estrenara el documental de Netflix. Este segundo documental de la saga, por ahora sin ventana en España, y mucho más contundente y completo que la versión de Netflix, da nuevas claves sobre hasta qué punto llegó el control hacia la estrella del pop. Por ejemplo, uno de sus testimonios asegura tener a buen recaudo una copia de todos los mensajes de voz, video y texto del teléfono móvil de la cantante que, él, personalmente, reenviaba a su padre y a su agente artístico. Es decir, de nuevo, en contra su voluntad, Britney Spears era espiada y fiscalizada hasta en lo más íntimo. Este último testimonio promete nuevos episodios, dado que el actual abogado de Britney está en estos momentos investigando sobre el asunto, dispuesto a demandar a Jamie Spears, con el objetivo de llevarlo a la cárcel en el caso de que tenga suficientes pruebas para demostrarlo. Por lo pronto, el patriarca ha aceptado renunciar a la tutela sin rechistar. Para el año que viene, a buen seguro, habrá suficiente material para hacer el tercer documental sobre la artista con el título de Revenging Britney Spears (Vengando a BS).
Britney vs Spears
La tercera obra documental sobre el caso viene de la mano de la fábrica de comida rápida audiovisual: Netflix. Si ya han visto Framing BS, en Britney vs Spears no encontrarán nada nuevo. Además, está bastante peor contado. Pero si este es el único documental al que pueden acceder, sirve para hacerse una idea de la magnitud de los hechos.
“Trabajo para las personas que viven conmigo”, declaró Britney Spears el mes pasado ante el juez. Y tiene razón. Por contradictorio que parezca, en ese juicio, todos los abogados, tanto el suyo como los de su padre, cobraban sus honorarios gracias a su trabajo encima de los escenarios. Pero, esta vez, la máquina de hacer dinero ha salido definitivamente de su prisión y ha dicho basta. Se acabó. Fin. Adiós muy buenas.