Ya está aquí, ya llegó. Un documental ha recurrido a la IA para resucitar a un persona que falleció y, a través de fragmentos de su biografía, crear una entrevista que nunca existió. Netflix no ha tenido demasiados reparos éticos en abrir la puerta a la manipulación de los espectadores y la realidad mediante IA. El documental, entretanto, explica cómo Backstreet Boys deben su existencia a una estafa piramidal a gran escala
MURCIA. El anuncio de este documental era una noticia demasiado buena, pero no. Es más de lo mismo. Tal y como ha ocurrido en España con el documental sobre el fenómeno megamix, que nos lo contaron porque había crimen de por medio, la historia de la fabricación de boy bands para niñas en los 90 es el telón de fondo para hablarnos de un estafador profesional, capo que llevaba la creación y management de esos grupos.
Y el resultado es peor que en España. Si el documental del megamix tenía la criminalidad integrada como parte de la historia, aquí es más tangencial, de forma que se pierde el interés cuanto más se habla del estafador y las boy bands van quedando atrás. La estafa piramidal que tenía montada es curiosa, quizá estrambótica, pero para narrarla estiran el chicle, como es costumbre en los documentales serializados, y palidece frente al cebo de Backstreet Boys, que es lo que nos ha sentado delante del televisor.
Desde el punto de vista musical, el fenómeno de grupos como Backstreet Boys no puede ser más interesante. En los 80, Jackson 5, Osmonds y sobre todo Bay City Rollers tienen historias detrás para hacer un documental serializado sobre cada uno de ellos, sin exageración ninguna. En la siguiente generación, los New Kids on the Block, Take That y los mencionados Backstreet Boys, si bien individualmente igual no tienen tanta trastienda, musicalmente sí merecen la pena como oleada. Pero las plataformas, como la televisión pública, están lejos de expresar interés cultural por algo. Si no hay crimen, no hay documental.
De todos modos, con las migajas que nos echan, se puede apreciar el valor que tienen Backstreet Boys. Personalmente, viví su explosión y estuve rodeado de adolescentes enloquecidas con ellos y, evidentemente, en su momento me daban grima. Eran artificiales y comerciales, deberían estar prohibidos, pensaba yo, con la mentalidad judeocristiana o la artistitis como aproximación para entender la cultura popular.
Sin embargo, mi camino para respetar a Backstreet Boys fue curioso. Cuanto “mejor gusto” tenía. Esto es, cuanto más me metía en Motown, las girl groups de los 60 y, ya rizando el rizo, cuando me compré dos enciclopedias de doo wop y empecé a distinguir las diferentes corrientes de estos grupos que inundaron el mercado estadounidense, y el cubano en los 50 y 60; cuanto más conocía la música “de prestigio” para los adolescentes, menos tardé en darme cuenta de que el eurodance, entre otros géneros, y los boy bands de los 90 eran exactamente lo mismo. Después de entenderlos, sus hits también me gustan y los disfruto.
De hecho, la comparación con el doo wop no es recurrente, es exacta. Todos los vídeos de cómo se fueron confeccionando Backstreet Boys son momentos en los que están aprendiendo a hacer armonías vocales. Es curioso, pero el protagonista de toda esta historia, Lou Pearlman, el estafador, resulta que era primo de Art Garfunkel, uno de los grandes genios de la armonía vocal, posiblemente quien recogió el testigo en los 60 de los más grandes: Everly Brothers.
¿Tendría una espinita clavada, Pearlman, con el legado de su primo? ¿Era simplemente algo generacional? No tenemos ni idea porque estas cuestiones no importan. Solo tenemos trazas de información musical gracias a que nos tienen que decir que el estafador no “descubrió” a Backstreet Boys ni el resto de grupos como ellos que lanzó después, sino que les enseñó a bailar, a ejecutar coreografías, a cantar y les dio una imagen. Un proceso de formación que costaba un dinero. Los fabricó.
No deja de ser gracioso que, después, cuando se alude a que los grupos estaban casi a pan y agua, como lo han estado tantos en las grandes discográficas y más los prefabricados, que tienen que luchar por su libertad llegado el momento sin romperse en el intento, lo que se revele es que la creación de grupos de este tipo no era un negocio para Pearlman, sino parte de la estrategia de una estafa piramidal.
El hombre, desde hacía años, iba arrastrando a inversores en una serie de compañías fantasma que le pertenecían y cubría los préstamos con más préstamos, que tenían el aval de su imperio del entretenimiento. La verdad es que la idea de crear un grupo para niñas, pasearlo por banquetes de inversores y pasar el cazo para que metan dinero en el producto, con promesas de retorno de elevados porcentajes, no puede ser más sugerente, pero no era real. Era la pantalla tras la que se ocultaba un agujero negro de deuda.
Desgraciadamente, el documental ni siquiera es capaz de presentar con interés un hecho tan extravagante como que los mismísimos Backstreet Boys procedan de una estafa a gran escala. Con un formato televisivo más bien barato, tipo Behind the Music de la VH1, el argumento pasa sin pena ni gloria.
Harina de otro costal es el uso de IA en el serial. Si las recreaciones en los documentales siempre han dado cierta grima y no lograban ni mejorar ni complementar algo tan sencillo como una narración con testimonios e imágenes reales, ya sean vídeos, meras fotografías o recursos de la zona, ahora vamos a tener que enfrentarnos a las recreaciones hechas por IA.
En este caso, hay fragmentos de la autobiografía de Pearlman, Band, brands & billions, que son relatados por un Pearlman generado por IA. Colocar a un actor a representar hechos reales, por pobre que resulte, entra dentro del pacto lógico con el espectador que se produce siempre en la pantalla. Pero una recreación tan fidedigna a partir de imágenes reales ¿Es ética? A Netflix le ha importado poco y eso es lo más deprimente de este documental, no la estafa que relata, sino la puerta abierta a que con IA se pueda hacer lo que se quiera, es decir, a manipularnos, a los espectadores y a la realidad.