Tribuna libre / OPINIÓN

Cambio

1/09/2024 - 

 No te fíes nunca del que bebe siempre el mismo cóctel. Así como de aquel que siempre pide carne, o pescado, o arroz. Siempre el mismo plato vaya donde vaya. Como el que ve la misma película, o la misma serie, una y otra vez. Debería haber algún trastorno médico específico para este asunto. Sin embargo, se deriva hacia lo absurdo o lo tedioso, y el que reincide en sus demandas no es más que un obseso o un aburrido. No te fíes del que sólo bebe Rioja, o Barolo, o Borgoña, o Luján de Cuyo. No porque no entienda o no comparta tu afición por otras deos, sino porque evita disfrutar con los demás. No discutas al que sólo tiene un libro favorito, o una autora favorita, un pintor, artista o chef. No confíes en aquel que sólo come, cena o bebe en un sitio porque no comprende lo que sirven en aquel lugar que le han recomendado -insistentemente- que visite.

No pretenderán algunos que pidamos siempre un Dry Martini haga frío o haga calor, frente al mar o en la montaña, en invierno, en verano, por la noche o por la tarde. No querrán que optemos siempre por un vino. Siempre el mismo. Es inconcebible que comamos carne roja o aves en cualquier momento, o arroz, o pasta o fruta. Al igual que ver una película y no otra, siempre igual, a todas horas. No es posible. Uno es incapaz de ver Gladiator por completo. Como para que otros digan que la han visto varias veces. Ni siquiera Otto e mezzo o Retorno a Brideshead. De lo bello o lo perfecto uno también siente la necesidad de escapar. Tanto es así que -yo lo reconozco- a excepción de algunos poemarios, nunca he releído una novela. Porque todas tienen su momento y no otro. Sólo hay uno, y si ya has disfrutado La educación sentimental a tus dieciocho no lo volverás a hacer con cuarenta y dos. No leerás las mismas líneas. Es un hecho, créeme.

¿Y si un día Taylor Swift sólo cantase rancheras? ¿Y si los Bee Gees se hubiesen convertido a la bulería? ¿O Jamiroquai a componer reggaetón? ¿Y si aquel bar al que ibas a comerte siempre unas croquetas ya no hace las mismas por desidia o masificación? ¿Y si Vargas Llosa optase por contarnos en novelas lo que fue de aquel pastor de los Urales que acabó en Ulan Bator vendiendo alfombras? Obviamente, lo bizarro no es la preferencia sino la ausencia de criterio, el momento en el que el fan se convierte en adepto. ¿Qué dirían si los siwfties exigieran trajes charros a su líder o el que adula a Lars von Trier se conformara si rodase Los bingueros? ¿Llenaría estadios Luis Miguel si pasase de ser crooner a neo-punk? ¿Vendería tantos libros la de Harry Potter si escribiese manifiestos sobre el deshielo de los polos?

Hay personas, ritos, grupos a los que se exige sistemáticamente coherencia. Luego hay otros a los que se les exime de ella. ¿Qué dirían si un filósofo realizara un cambio radical en el cénit de su carrera? No sería un argumento para cancelarlo, pero sí un motivo de recambio en el perfil de sus clientes. ¿Y si Ionesco hubiera escrito el guion de La diligencia?  O simplemente, por qué no, te has hartado del arroz o de la pasta o de la pizza. No hace falta más motivo que querer cambiar. Es lo lógico -casi preceptivo- en el ser humano. Como decía Heráclito, “todo cambia, nada es”.

El recurso del adepto es apelar al sentimiento, y es verdad que viene dado por el uso -el abuso- de una herramienta de placer, pero el sentimiento es la razón cuando adoleces de lo empírico, cuando olvidas que las razones del alma son únicamente aplicables en dos sentidos: a personas o a clubes de fútbol. Más allá de estos dos ámbitos, y teniendo en cuenta que ni lo uno ni lo otro comprenden aspectos societales, sigue siendo sorprendente cómo el apetito por lo eterno e inmutable se manifiesta siempre en el mismo ámbito, aunque carezca de motivo para ello. Y si no funciona el sentimiento, se genera competencia con el otro al que has tildado de enemigo, que ni así vendían discos los de Oasis por erigirse en oposición a Blur y viceversa. Ni siquiera en ese caso, ¿pero entonces? Unos argumentarán que como sociedad no hemos alcanzado la mayoría de edad. Algo así como el I’ve got summer on the inside del discjockey alemán, Max Kaluza. Otros como Stephen Hawking lo tienen claro, y es que “la inteligencia es la capacidad de las personas para adaptarse al cambio”, que es una conclusión tan confusa como peligrosa, pero como no hago alarde de ninguna traza de determinismo, considero que la frase de Hawking evoca un elemento volitivo indispensable y, por lo tanto, y en el fondo, todo este tema del cambio es una cuestión de inteligencia o falta de ella, de vida o falta de ella. De evitar convertirse en aquello que dejó escrito Stefan Zweig, “alguien que camina vivo detrás de su propio cadáver”.